Juan Carlos del Amo: Un chándal sin lavar

  • Juan Carlos del Amo Aguado. 28 años. Trabajaba en un proyecto de investigación para Repsol en la Universidad Complutense. “Era discreto incluso cuando reía”, dicen sus amigos. Murió en el tren que explotó frente a la calle Téllez a las 7:39 del 11-M.
  • “Ésta se la tengo guardada a Dios. Ninguna criatura tenía que haber muerto así”,Carmen, su madre.
Juan Carlos, a la izquierda, y su padre, Carlos, durante una comida en la Sierra, en diciembre de 2003.
Juan Carlos, a la izquierda, y su padre, Carlos, durante una comida en la Sierra, en diciembre de 2003.
20minutos.es
Juan Carlos, a la izquierda, y su padre, Carlos, durante una comida en la Sierra, en diciembre de 2003.

La tesis de doctorado, que mereció un sobresaliente cum laude, se titula “Proceso de transferencia de ligando carbeno desde complejos metal-carbenoide del grupo 6 catalizados por reactivos del paladio”. Saber interpretar ese galimatías no era el principal don de su autor, Juan Carlos del Amo Aguado (28 años).

La bata blanca de químico e investigador con futuro también la llevaba en el alma. El 6 de enero de este año, Juan Carlos –a quien en casa llamaban Cuchi– participó en una ceremonia repetida. Se metió, grandote como era, en cama de sus padres para esperar a los Reyes Magos. Como estas majestades sí que lo saben todo, previeron la primavera lluviosa y le dejaron un paraguas.

La madre de Juan Carlos se llama Carmen (52). Es menuda, calza pantuflas de pana azul celeste y quiere irse del piso de Coslada porque no aguanta tanto recuerdo. De la habitación del hijo no ha tocado nada. El traje con que leyó la tesis en la Complutense sigue en el armario. Los expositores con piedras, el busto de Shubert y los juegos multimedia (“Half life”, “House of the dead”, títulos que casi duelen) permanecen en los estantes.

La madre abre una cómoda y saca un chándal:

–Lo tengo guardado sin lavar. No quiero perder el olor de mi hijo. Un aroma, quizá eso era Juan Carlos, una persona de pocas palabras (“lo hacía todo como en voz baja”, dijo de él uno de sus compañeros) pero enorme perseverancia. En la universidad no pisaba el bar. Prefería la biblioteca. Se empeñó en doctorarse en Química Orgánica porque tenía una deuda que saldar. Carmen lo sospechaba, pero ahora lo sabe con seguridad.

–Sus amigos me han confesado que les decía: “Tengo que sacar la carrera por mi madre, que está fregando para que yo estudie”. Esta es la genealogía de un héroe. La madre, asistenta. El padre, Carlos (56), cerrajero. Nada sobraba en casa, pero nada faltaba de lo realmente importante: la hermana pequeña, Inés (20), estudia Biología; el chico era todo un doctor, trabajando en proyectos de investigación financiados por Repsol. El futuro no tiene oxígeno para la familia.

Se han “cerrado”, dice Carmen, y no hablan, ni de Juan Carlos ni de ninguna otra cosa. El padre está hundido, la hija vive sonámbula y la madre, para que no sepan que rechaza estar aquí (“si supiese que iba a estar con él, no me importaría morirme”), se encierra en la cocina y llora sobre las baldosas blancas. Incluso la tortuga Rupert boquea, como lamentándose, y los diez canarios de la terraza sólo ahora empiezan a recuperar las plumas que perdieron el día del entierro.

En la habitación de Juan Carlos hay una bolsa de plástico azul de la Policía científica con los objetos personales de un muerto: un llavero, la cartera con el abono de transportes, unas hojas con anotaciones químicas que parecen un idioma secreto y el plástico fundido por las bombas de la caja de un disco compacto. Carmen señala un ejemplar del “Libro tibetano de los muertos”.

–Juan Carlos estaba leyéndolo... Es un libro budista de preparación para la muerte.

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