Nieves García: “Sin tu permiso”

  • Nieves García García-Moniño. 46 años. Trabajaba en la cafetería del Teatro Marquina. Estaba casada y tenía dos hijos. En el vagón que ocupaba encontraron un pequeño costurero que siempre llevaba encima. Murió en el tren que explotó frente a la calle Téllez a las 7:39 del 11-M.
  • “Soñaba con hacerse viejecita y sentarse a leer libros en el porche del chalet”, Marisa, su prima.
Nieves García.
Nieves García.
20minutos
Nieves García.

“Y que Dios, si existe, te tenga en un lugar mejor que este mundo que has dejado sin tu permiso”. Así termina la carta dirigida a una mujer muerta. La escribe, a mano y con tinta azul, Marisa Antolín García García-Moñino (51 años), una de las muchas primas para quien Nieves García García-Moniño (46) era la sal de la vida, la perenne sonrisa y el contagioso buen humor.

Cuando el clan familiar se reunía los fines de semana en Caraquiz (Uceda-Guadalajara), ella era la “gamberra” que disfrazaba a todas las mujeres con gorros de maitre para que a la cocina llegase la fiesta. A Nieves le encantaban los fines de semana en la casa de campo de su madre, Antonia (75), que se había quedado viuda hace una década. La familia es como un equipo bien avenido: las comidas eternas de los domingos congregaban hasta treinta personas y había colchones hasta en los pasillos.

–Nieves era muy buena en los fogones. Sus postres eran siempre los mejores. Me dio la receta de una tarta de queso exquisita –dice Marisa, que actúa como portavoz de la familia.

Nieves y su marido, José Ramos Polo (45), estaban disfrutando de un segundo noviazgo. Sus dos hijos, Sara (22) y César (17), habían crecido lo suficiente como para dejar que los padres se sintiesen jóvenes otra vez. Hace dos años, Nieves se matriculó en una academia de baile y, con buenas dosis de convencimiento, empujó al marido a acompañarla. A él, ex jugador de fútbol profesional en el Totana, de Murcia, le empezó a gustar la cosa, quizá porque descubrió que también el tango es una forma de juego. Salían de noche a bailar siempre que podían.

–José se hace el duro, quiere aparentar que tira para delante para animar a los hijos, pero está destrozado. Cada pocos días va al cementerio para hablar con su mujer–dice Marisa mientras enseña una foto en blanco y negro en la que ella, aún una cría, sostiene en brazos a su primita, un plácido bebé.

Entusiasta y repartidora de sonrisas, Nieves vivía en la colonia de Santa Eugenia y trabajaba en la cafetería del Teatro Marquina, donde era muy querida entre los artistas, porque siempre estaba de buen humor y, cuando alguno tenía mal cuerpo o miedo escénico, le llevaba una sopita caliente al camerino. Una semana antes de los atentados estuvo de baja por una bronquitis y el martes nueve de marzo, tras solicitar por voluntad propia el alta médica, se reincorporó a su puesto.

Fichaba a las ocho de la mañana, excepto los viernes, día en que entraba a la una de la tarde. Marisa, que también reside en Santa Eugenia, reune todos esos detalles en una poco consoladora reflexión:

–Si hubiese seguido de baja o si todo hubiese sucedido el viernes mi prima no estaría muerta. Nada es igual pese a que los días pasan en el calendario. Sara, la hija mayor, ha encontrado trabajo hace sólo unos días en unos grandes almacenes, y “lleva la casa como si fuese una mujer hecha y derecha”.

César sigue yendo a clase. La abuela Antonia, “con todo el dolor que tiene”, pasa a diario por el piso para cocinar y cuidar de sus únicos nietos y de su yerno viudo. En privado dice que “en ese tren también la mataron a ella”, revela Marisa. En la casa de Caraquiz nadie ha desembalado los farolitos para la piscina que Nieves había encargado pocos días antes de morir. Ya nunca habrá el mismo ambiente en las profusas fiestas de los fines de semana. Marisa habla en fatal lenguaje numérico:

–Todos los primos y primas estamos muy mal, con ella en la cabeza constantemente. Éramos doce primos y nos hemos quedado en once.

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