Alberto Alonso: El padrazo de Sara

  • Alberto Alonso Rodríguez. 38 años. Trabajaba en la Tesorería General de la Seguridad Social, donde acababa de subir de nivel. Era minucioso, responsable y amante de la vida familiar. Murió en los andenes de Atocha las 7:39 del 11-M.
  • “Estábamos hechos el uno para el otro. Los dos sabíamos que lo material no te hace feliz”, Nieves, su viuda.
Alberto Alonso.
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Alberto Alonso.

Nieves Gómez de las Heras (34 años) ha empezado a leer un libro que niega la idea de la muerte como consumación. Está depositado sobre la mesa del salón, no muy lejos de una vela encendida que ilumina la foto de su marido, Alberto Alonso Rodríguez (38), ciertamente fallecido según la creencia administrativa, aunque la autora del libro, la doctora Elisabeth Kübler-Ross, una autoridad mundial en tanatólogia, pondría en tela de juicio la afirmación, al opinar que la muerte “es sólo un paso más hacia una forma de vida en otra frecuencia”.

Nieves nada entre esas dos aguas. Unas veces se martiriza con preguntas inútiles como calles ciegas (“¿por qué él?, ¿por qué iba en ese tren?”). Otras, cree fielmente que Alberto sigue a su lado. Lo cree con firmeza pese a la enormidad de la grieta que se le ha abierto ante los pies. Jugando con Sara no ve el abismo, porque la risa de una niña de 16 meses todo lo elimina excepto la felicidad, pero, de pronto, recuerda la noche del 10 de marzo, cuando Alberto (“un padrazo”), bañó a la niña, uno de sus grandes placeres de cada día. Estaban como locos con Sara. No podían tener hijos biológicos y habían intentado adoptar un niño en México y, más tarde, otro en Bolivia, pero en eso llegó Sara. En enero habían recibido los papeles de la Comunidad de Madrid: ya eran, a todos los efectos legales, padres de la niña, que habían recibido en adopción cuando tenía quince días. Tenían muchas posibilidades de encontrarle un hermano.

–De un día para otro, Sara se ha quedado sin padre y sin hermano, dice Nieves, que estos días no se atreve a grabar en vídeo las monerías de la pequeña, algo que siempre hacía Alberto, a quien se le salían los ojos con su niña. La sombra que cobijaba a esta pareja era parroquial. Se conocían desde la temprana adolescencia, cuando él era el catequista de 18 años y ella la niña de 14 que preparaba la confirmación en la iglesia de San Antonio María Zaccaría.

Se casaron hace ocho y seguían bajo la misma tutela: la semana del 11-M, Alberto impartía cursillos prematrimoniales en Alcorcón, donde vivían. Una vez al mes, ambos participaban en un grupo de encuentro con otras parejas cristianas.

–Alberto y yo nos encontramos bien siguiendo el mensaje de Jesús, dando a los demás. Hemos orado mucho juntos y eso nos ha dado mucha fuerza para seguir. Espero que me las siga dando ahora...

Era tan natural esa entrega a los otros que Nieves ni siquiera imaginó que su marido era una de las víctimas de las bombas. Aunque él debía pasar por Atocha para transbordar y no había llegado al trabajo, mientras ella veía la televisión lo imaginaba ayudando a los heridos, nunca muerto. Ahora está “alucinada” de no haberse derrumbado aunque teme, como le dicen los sicólogos, que “lo peor venga en los próximos meses”.

–Necesito agarrarme a todo lo que me une a él, porque quiero que me siga ayudando a ser mejor persona, dice esta mujer de modales templados, arquitecta interina de Medio Ambiente y Ordenación del Territorio. La mirada se le engancha al corralito de Sara. En su interior hay un mundo de fiestas y brillo: el teléfono plástico con ruedas, los peluches, el cubo blando con espejos... Está situado al lado de la misma mesa donde Nieves ha dejado el manual para entender la muerte, en el que se afirma que “morir es trasladarse a una casa más bella, abandonar el cuerpo físico como la mariposa abandona su capullo de seda”. Entonces ve de nuevo a su marido, presente y tangible:

–Creo que el libro tiene razón. Alberto sigue estando con nosotros.

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