El recinto tenía siete puertas, varias de las cuales sobrevivieron, ya en ruinas, hasta mediados del siglo xix. La única que se salvó de la destrucción fue la de mayor valor artístico, que el arquitecto municipal Joaquín de Rucoba integró en el edificio del Mercado Central con tanto acierto que hoy parece que la puerta hubiera nacido para el mercado, y no al revés.
Porque al final el paisaje humano termina teniendo más impacto que el más logrado decorado artístico, y la fuerza de la puerta de Atarazanas está más en lo que pasa por debajo que en los delicados arabescos sobre la piedra blanca. Antes por ella entraba la historia con mayúsculas: buques comerciales y de guerra.
Ahora pasa la intrahistoria: vendedores de esparto y madroños, hace décadas; médicos parados que tomaban la tensión en los ochenta; los inevitables loteros, transportistas, vendedores y compradores de productos frescos, siempre apresurados, cruzando el arco ajenos a su ayer o a su mañana.
Sólo sobrevive lo que sigue siendo útil. La vieja puerta cuenta nuestra historia, y si hablara podría contar miles de historias nuestras.
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