«Me falta sitio para los carteles de los premios millonarios»

Reencarnación inquieta de una remota estirpe de loteros, «soy la tercera generación», José María Parreño Paz habla bajo la sombra refrigerante de un musculoso ficus de la plaza Gabriel Miró, ante la esquina donde desde hace 60 años se enclava la administración de lotería número 6, conocida como El Negrito.

El apodo, «que puso el público», procede de la sedentaria estatuilla de un chiquillo café, de apenas 30 centímetros, que yace en un estante tras los gruesos vidrios blindados del azar. La efigie llegó de Cuba en 1884 con su abuelo, a quien su bisabuelo, que fue gobernador segundo cabo en La Habana con la Armada Española, se la cedió «tras retirarse», evoca el señor Parreño. Un militar, agrega, «encargado de la cosa económica y que antes estuvo en Filipinas, era como si tuviera gafe».

Indígena del Paseito de Ramiro, 84 años, guasón y pletórico, su padre fue el poeta Joaquín Parreño Ibarra, columnista de El Día. Su primo es el organista de San Nicolás, José María Parreño Campos, «con quien a veces me confunden, aunque yo soy el malo».

Fabricante de un libro sobre la gente y los comercios de la céntrica plaza con figura de Bañuls, la obra se posterga «porque siempre me piden datos» y se va apaciguando. «De todos modos», descubre, «disfruto más haciéndolo y quizá no lo publique». Concesionario de numerosos primeros premios («no tengo espacio para tantos carteles»), su hija María Cristina, nacida de su alianza con doña Patrocinio Martínez, regenta la oficina, fundada en 1911 en la calle San Fernando.

Con «muchos abonados y un porrón de clientes fijos», jamás conoció una era financieramente flaca, porque «cuando peor está el patio, la gente gasta más». Vecino de la calle Manero Mollá, entrada al despacho lotero, se hincha jovial como una esponja cuando admira su plaza, «porque ya ha desaparecido la prostitución y esto mejora», mientras divisa la tienda de deportes Bambi, un locutorio bereber, «buenos vecinos», la heladería La Ibense y el café Verano. Y es que la vida bulle entre ficus.

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