La gran verdad de Japón es que está muy lejos

Una japonesa participa en una actuación disfrazada de 'Hello Kitty'.
Una japonesa participa en una actuación disfrazada de 'Hello Kitty'.
GTRES
Una japonesa participa en una actuación disfrazada de 'Hello Kitty'.

Cerrar los ojos, escuchar "Japón" y que un inmediato manantial de conceptos acuda a la mente es todo uno. Y así como hay diferentes motivaciones o aficiones personales, también distintas serán esas evocaciones. Históricas, económicas, tecnológicas, gastronómicas... Muchos señalarán que es un país muy distante –"Mira que está lejos er Japón", que cantaba 'No Me Pises Que Llevo Chanclas' en los años noventa con su gracejo agropop– y otros recalcarán bien su avanzado estado de desarrollo y bienestar, bien la integridad de sus valores sociales.

Habrá quien se remonte a los tiempos de los samuráis y las geishas, quien recupere la perspectiva de una Segunda Guerra Mundial finiquitada con un drama nuclear (ya saben, Hiroshima y Nagasaki) y no faltará el que, acordándose del pasado más reciente, rememore otra catástrofe cercana de índole radioactiva, una encrucijada entre los fenómenos adversos de la naturaleza y las necesidades de energía, imperiosas, de la tercera economía del planeta.

Surgirán las firmas comerciales (en eso nuestro mundo es un pellizco de Japón), no faltarán las menciones al sushi, el sashimi y el arroz; y tampoco, menos en un mundo universalizado, las referencias literarias rendidas a Yasunari Kawabata, a Kenzaburo Oé o, últimamente, a Haruki Murakami; qué decir a los elogios cinematográficos y los guiños a su vastísima ficción animada, un fenómeno que trasciende la realidad. Y sí, ciertamente un poco de todo tiene el territorio nipón. Pero no solo.

Una semana de experiencias, un periplo con arranque en Kioto y final en Tokio (un amago de retruécano entre la vieja y la moderna capital), un viaje con varias escalas por las prefecturas de Hiroshima y Okayama, basta para disipar prejuicios, encoger mitos y corroborar certezas. Lo primero, siempre una intimidante losa, es la cuestión pecuniaria. Y no. Japón no es un país caro. O no lo es, siendo estrictos, más que otros cercanos a España.

El antiguo desequilibrio entre la peseta y el yen se evaporó con la aparición del euro. La moneda (casi) única europea allana el tránsito. No implica un cara a cara, pero tampoco alimenta complejos de inferioridad. Lo caro realmente acaban siendo los pasajes para el avión, un tránsito más pesado si cabe por las dos o tres horitas extra del necesario enlace entre España y el vuelo definitivo. Resulta curioso, dado el constante flujo ibérico de turistas nipones, que no exista una ruta directa. Una ausencia más incomprensible por la conexión entre Madrid y Seúl (Corea del Sur).

Pero volvamos a los precios. Nada como la vara de medir de las expendedoras de bebidas, omnipresentes, fijas en las estaciones y callejuelas. Un refresco sale por 150 yenes, sobre 1,5 euros. Y una cerveza en un restaurante, 500 (unos 5). El difícil idioma, grafías occidentales y deferencias al inglés mediante, tampoco resulta tan temible obstáculo.

Si algo es cierto es la eficacia del transporte. El ferrocarril es modélico. Al frente, el tren bala, el Shinkansen. La puntualidad japonesa es un giro de precisión suiza a la célebre británica. Si un tren parte a las 8.07 h, malo será que así no ocurra. Porque lo cotidiano acaece con orden y naturalidad y las cosas pasan como deben.

Un poso filosófico en la cultura de un país de 127 millones de habitantes, necesitado de ese equilibrio, y en donde las voces y los gritos son tan inusuales como el contacto físico más allá de lo familiar. Los saludos a la occidental, que si apretones de manos, que si besos, sobre todo los últimos, son inusuales. Lo suyo son las reverencias. Es Japón un estado de distancias diplomáticas. Y servicial. Y tan seguro que resulta obsesivo con serlo. No es un estado policial; sí de avisos. Por eso abundan las señales. Toda precaución es poca. "No cruce por aquí" (Kioto), "Si no lee esto bien está demasiado lejos" (en un baño de Hiroshima), "No alimente a las palomas porque manchan la ropa" (en el barrio de Asakusa de Tokio) o "Evite porfías con los ciervos" (en Miyajima), tiernos bambis que mendigan un bocado.

El País del Sol Naciente es un punto intermedio entre lo futurista y lo tradicional, donde conviven trajes típicos y modernos móviles, nuevos rascacielos y viejos templos, macrociudades y paraísos verdes, tecnología y artesanía, carácteres nipones y occidentales. Y más allá de las afamadas Tokio, Kioto o (desgraciadamente) Hiroshima, espacios no tan célebres. Como la isla de Miyajima. O como el barrio Bikan de Kurashiki, el de los viejos almacenes que hoy son tiendas, huérfano de los cableados tan presentes en las calles niponas y puerta, en su día, a lo occidental, histórico acceso para la superación de tópicos y preconcepciones.

La isla de Miyajima

Los japoneses presumen de que esta ínsula sagrada, a unos 60 kilómetros de Hiroshima, tomada por monos y ciervos a su libre albedrío, es su Mont Saint Michel.

Por la experiencia del acercamiento en el ferry que en 10 minutos (y 170 yenes, ni 2 euros) une las dos islas, por el recibimiento de un arco torii de 16 metros emergiendo de las aguas ante la silueta de unas montañosas que tocan el cielo a 530 metros, pocos lugares dejan tanto poso en el espíritu neófito en lides niponas como Miyajima. En esta isla, ubicada a unos 60 km de Hiroshima, sagrada en toda su extensión y habitual destino turístico de interior, espera el anaranjado Santuario de Itsukushima, el mismo que en 1995 cumplió 1.400 años de vida. Milenio y medio capeando temporales. Literalmente.

Itsukushima, nombre de la  isla durante muchos siglos, es un complejo religioso sintoísta asentado, sobre miles de pilotes, en una marisma a merced de unas mareas que cambian perspectivas y percepciones. Es un lugar vivo. "Es nuestro Mont Saint Michel", presume Hiroshi Otani a bordo del Mikasamaru, uno de los cruceros que recorren la costa, acordándose del pequeño pueblo francés de la Baja Normandía al que rodean, o no, las aguas según las mareas. Miyajima, dicen, es uno de los tres lugares más hermosos del país. Del porqué de tan rebuscado asentamiento para el templo hay que tirar del carácter sagrado de toda esta isla, vetada a la pisada durante siglos.

El pequeño núcleo urbano cercano, donde se asientan los concurridos espacios hosteleros de un lugar que explota  como pocos las bondades de la zona para la cría de la ostra, no nació hasta finales del siglo xix. Y en él, a su aire, como otra atracción más, tan protagonistas de muchos recuerdos fotográficos como ávidos de limosnas alimenticias y pícaros para echarle el guante a cualquier papel que sobresalga de los bolsillos, viven los famosos y tranquilos ciervos de Miyajima. Tan ilustres cérvidos, con referencias hasta en la narrativa de Haruki Murakami, deambulan con libertad. Eso sí, en la parte alta de la isla, en las cumbres del Monte Misen, creciente meca senderista, donde se puede visitar otro santuario, budista, la jefatura la ostentan los monos.

Un sol naciente con dieciséis motivos

Desde que los montes Shirakami (con sus bosques de hayas, hogar del oso y el antílope japonés), una buena porción de la isla de Yakushima, los monumentos budistas de Horyu-ji y el castillo Himeji-jo, el de "la garza blanca" (Shiragasi, en nipón), recibieron la consideración en 1993, el Patrimonio de la Humanidad de Japón no ha dejado de crecer.

En la actualidad son 16 los enclaves que han recibido tal consideración. 16 reclamos –13 de ellos en la isla principal– para visitar el país aprovechando sus infraestructuras. Y con otros 12, donde no falta el Monte Fuji, a la espera.

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