Recibió unos cursos de voluntariado y, siendo una novata, fue durante un año y medio a una casa de enfermos terminales de sida. «El comienzo fue muy fuerte», porque encontró a gente sin nada que perder, que moría o se fugaba. La muerte era un futuro inmediato: «Volvía llorando a casa todos los días».
Obtuvo ganancias de la experiencia: «Me sirvió para darme cuenta de la suerte que tengo». Comenzó a dar clases de alfabetización para mayores, este año es el octavo. Ahora les enseña cultura general. El entusiasmo y las felicitaciones que recibe en Navidad son el único salario.
En la cárcel ya no siente claustrofobia al entrar. Intenta ser un soplo de aire para las reclusas de Alcalá-Meco. Imparte un curso de informática básica, pero es una excusa. Las internas la hacen partícipe de penurias, problemas y dudas y «eso las ayuda mucho más que cualquier clase».
También dirige un taller de manualidades para los sin hogar en un centro de la ONG Impulso Solidario. Allí intenta que se concentren en lo que hacen. Muchos, más allá de la mala suerte, son víctimas del alcohol: « Veo a gente destrozada que no puede estar sentada, que no puede concentrarse, personas desquiciadas, pero con una dignidad asombrosa».
El viernes, su único día libre, Pilar espera con impaciencia que los jazmines que cuida con mimo florezcan. «Me fijo en los contrastes. Hemos restado importancia al interior. El aspecto no es lo que somos».
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