Las cinco de la mañana era una hora de bajón absoluto en el horno. Aquel día el frío inundaba las calles de la ciudad y más de un compañero había sido atacado por la gripe. Solos Manuel y yo empolvábamos las últimas rosquillas con azúcar glass. De repente, mi compañero, reacio hasta hace tan sólo un par de días en mediar palabra conmigo, decidió tirarme un puñado de polvo sobre el mandil. Así fue como comenzó nuestra dulce guerra.
Se la devolví a quemarropa. De esta manera, pasamos los cinco minutos más divertidos de nuestra vida. El aire comenzaba a caldearse y las risas iban tomando cuerpo de deseo. Del azúcar pasamos a los huevos, la harina, y hasta la fruta escarchada hacían las veces de armas. ¡Parecíamos dos niños pequeños! Todo formaba parte de un juego inocente hasta que resbalé y caí al suelo con tan mala, o buena suerte, que Manu cayó encima de mí y así, ambos yacentes sobre la tarima, comenzamos a besarnos entre nubes de caramelo.
Todo olía a vainilla y canela. A besos y caricias. A ganas de comerse el uno al otro. Me remangó la falda y comenzó a palpar mis glúteos blancos por culpa de la harina. Mis ojos viajaban por debajo de su camiseta. No quería imaginar. Lo único que ansiaba era poder tocar su pecho y llenar con mi saliva todo su torso desnudo. Le quité la camiseta con la misma fuerza arrolladora que me permitió tumbarle en el suelo y seguir robando prendas de su cuerpo. Tras quedar totalmente desnudo quise experimentar con todos los sentidos fijándome sobretodo en el del gusto.
Sobre su pene sirope de chocolate. Gemía mientras su miembro entraba y salía de mi boca. Cuando se acababa un sabor comenzaba por el siguiente. Nata, crema, fresa…Aquel día me salté la dieta de sexo y lo degusté todo con ansia. El deseo carnal era tan grande que me deshice de mi ropa interior y pringada de arriba hasta abajo metí su miembro en el interior de mi cuerpo.
Los minutos pasaban y sus jadeos iban en aumento. El olor a pan horneado comenzaba inundar nuestras pituitarias y el humo que emergía del horno creaba una atmósfera tan especial que parecía que el sueño de azúcar y caramelo iba a durar eternamente. No fue así.
La campanilla anunciaba que debíamos sacar las baguettes antes de que quedasen totalmente calcinadas. Para no seguir alargando una situación que cada vez era más insostenible volví a bajar hasta su entrepierna y fue allí donde acabó todo.
Desde entonces no ha vuelto a pasar. Mi ex marido nunca me tuvo entre algodones pero al menos esa madrugada, en el trabajo y con Manuel, un hombre por primera vez me hizo sentir el sexo entre frutas, nubes y algodones, aunque fueran únicamente de azúcar.
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