Vivimos más y mejor en el mundo desarrollado. Más años y en mejor estado, afortunadamente. La esperanza de vida se acercará a los 90 años para las mujeres españolas en apenas una década y para los hombres superará ampliamente los 80. Eso de media. Y la medicina consigue curar enfermedades que antes nos llevaban a la tumba en cuanto el deterioro de la edad aparecía. Una alegría y un avance sin ninguna duda.
Pero tarde o temprano llegan la vejez verdadera, los achaques cronificados y un grado de dependencia que puede ir del cero al infinito. Miren alrededor y busquen a esos hombres y mujeres que dejaron de conciliar trabajo con pañales, fiestas escolares y problemas adolescentes para entrar sin solución de continuidad en conciliar con consultas de médicos, guardias en hospitales, atención cada día –y en ocasiones cada noche– a un padre o una madre dependiente, aunque sea en grado mínimo. Por turnos entre los hermanos y haciendo malabarismos entre el trabajo y el resto de la vida familiar. Casi siempre con todo el amor del mundo y siempre con mucho sacrificio. Solo quienes pueden pagarse ayuda ajena, y son una minoría, encuentran un respiro. Y aun así, es imposible externarlizarse la preocupación y el afecto. Esta es una nueva realidad ausente totalmente del debate público y que, sin embargo, afecta al día a día de miles de familias y que, si la progresión de la vida y la ciencia evolucionan como hasta ahora, afectarán a muchas más en el futuro inmediato.
No sé si todo esto es estadísticamente muy relevante ya. Sé lo que veo alrededor y alrededor de mis alrededores y lo que me cuentan amigos y conocidos. Y sumen la reducción drástica del número de hijos que tiene ahora cada pareja española. Y añadan cuánto se ha retrasado la edad de la maternidad y de la paternidad. En un futuro no muy lejano, cuando los babyboomers seamos ancianos, habrá una legión de hijos únicos o como mucho dos hermanos que, siendo todavía relativamente jóvenes, tendrán que estar atentos a la progresiva dependencia de sus padres. Es decir, de muchos de nosotros.
Y no parece que nos estemos preparando en esa dirección. La Ley de Dependencia se quedó más en un deseo que en una realidad, chirría el ajuste entre la oferta y la demanda de plazas en las residencias públicas de mayores, las jornadas laborales se han alargado y los salarios se han reducido. Durante décadas fue un problema invisible a costa de la vida de generaciones de mujeres dedicadas al trabajo no remunerado de cuidar a unos y a otros. Mujeres convertidas luego en viejas pobres con pensiones que para mayor escarnio llamamos no contributivas.
A ver si en septiembre, con suerte, la vida se cuela en el debate público y no solo en las conversaciones privadas. Como periodista me lo apunto en el debe. Feliz verano.
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