ÓSCAR ESQUIVIAS. ESCRITOR
OPINIÓN

El Museo del Prado y Miguel Falomir

Óscar Esquivias.
Óscar Esquivias.
JORGE PARÍS
Óscar Esquivias.

El Museo del Prado ha sido históricamente la catedral laica de Madrid y casi también la catedral religiosa, porque sus pinturas han despertado el fervor de muchos poetas: Unamuno dedicó unos versos encendidos al Cristo de Velázquez y el checo Jaroslav Seifert rezó ante la Inmaculada de Murillo (que vio en Francia, donde el cuadro estuvo exiliado tras ser expoliada en Sevilla por el mariscal Soult).

Hasta a Rafael Alberti se le escapó una jaculatoria ("¡Museo del Prado! ¡Dios mío! Yo tenía / pinares en los ojos y alta mar todavía / con un dolor de playas de amor en un costado, / cuando entré al cielo abierto del Museo del Prado"). Los poemas inspirados en las obras del Prado casi conforman un género propio dentro de la poesía española, y ahí están también Aníbal Núñez o Luis Javier Moreno (entre otros muchos) para demostrarlo.

A mí, de niño (cuando yo era un madrileño ocasional, en pantalones cortos, que pasaba en la capital parte del verano) y de jovencito nada me hacía más feliz que entrar en el precioso edificio neoclásico y pasearme entre sus obras maestras, a cuya belleza era ya desde entonces muy sensible. Yo sabía de familias que tenían la costumbre de visitarlo todos los fines de semana, como había otras que iban al concierto matutino de la Orquesta Nacional, y ambas aficiones me parecían tan civilizadas (y civilizadoras) y tan madrileñas que solo por eso uno querría vivir en esa ciudad y le perdonaría todos sus defectos.

Porque el Prado fue, durante mucho tiempo, muy popular y hasta castizo. Por algo se levanta en la misma pradera de San Jerónimo que aparece en las comedias de Lope de Vega como lugar de esparcimiento favorito de los madrileños del Siglo de Oro. En el XIX, pocos años después de que se abriera el museo, Prosper Mérimée se asombraba de que se permitiera entrar a cualquiera, "calzando botas o alpargatas, bien o mal vestido". Esto sucedía en las postrimerías del terrible reinado de Fernando VII (a quien, sin embargo, debemos agradecer que dedicara el edificio de Villanueva a albergar las colecciones pictóricas de la monarquía). Entonces, por cierto, los cuadros con desnudos estaban en una sala reservada, para no escandalizar a las damas (así dice Mérimée).

Ahora el museo tiene nuevo director, Miguel Falomir. Con él, vuelve a recaer la dirección en un historiador del arte, después del largo periodo (quince años) en que estuvo regido por Miguel Zugaza, quien procedía del ámbito de la gestión cultural y cuya labor ha sido muy alabada: supo modernizar y ampliar el Prado y defendió la integridad de la colección frente a las reclamaciones de varias obras maestras por parte del Patrimonio Nacional. Quizá Miguel Zugaza se marcha con la espina de no haber conseguido, tal y como reivindicaba, que el Guernica de Picasso volviera al Prado.

Su sucesor ya ha dicho que no batallará por el Guernica, pero en lo demás se le considera un continuador de Zugaza, con quien colaboró estrechamente. Falomir es una persona muy respetada por sus méritos académicos y humanos, y su elección ha sido acogida con satisfacción.

Uno de sus retos será gestionar la nueva ampliación del museo, cuyo espacio expositivo sigue siendo insuficiente. Los arquitectos Norman Foster y Carlos Rubio ganaron el concurso para reformar el Salón de Reinos (anteriormente, sede del Museo del Ejército), pero todavía no se sabe cuál será el contenido de este edificio (si volverán allí las obras que lo decoraban en tiempos de los Austrias o se colocarán otras) ni cuál de los proyectos de estos arquitectos se va a ejecutar finalmente.

Ojalá el nuevo director lleve a cabo la mejora que, en mi opinión, es más necesaria: rebajar el precio de las entradas, que ahora cuestan 15 euros. El Prado debería volver a ser un museo realmente popular y formar parte de la vida cotidiana de los madrileños y de los visitantes asiduos de la ciudad. Y ese precio lo impide.

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