JOSÉ ÁNGEL GONZÁLEZ. ESCRITOR
OPINIÓN

Cien años de Thelonious Monk

José Ángel González, escritor y periodista.
José Ángel González, escritor y periodista.
JORGE PARÍS
José Ángel González, escritor y periodista.

Cuando el musicólogo Henry Edward Krehbiel recibió el encargo pionero de estudiar las composiciones de los músicos afroestadounidenses invitados a actuar en la Exposición Universal del Chicago de 1893, el eminente experto confesó frustración y asombro. “Ni siquiera Berlioz, en su esfuerzo supremo y con un ejército de percusionistas, fue capaz de producir nada comparable (…) Los mejores compositores del momento son los mayores neófitos en comparación con estos salvajes negros”, escribió, transformado para siempre y sufriendo el colapso de las ideas canónicas sobre ritmos, dinamismo y melodía que había estudiado en los conservatorios.

De la feliz coincidencia, a mediados del siglo XVIII y en la tierra donde comenzaba a asentarse lo que sería la ciudad de Nueva Orleans, de músicas africanas procedentes de Haití con otros folclorismos de Europa, entre ellos franceses y españoles, montados sobre una matriz de palmas y golpes contra maderos huecos, con salmos africanizados y clamores vocales, emergió un cuerpo sonoro cuyas huellas son hoy palpables en el góspel, los espirituales, el soul, el rap, los minstrels, los musicales de Broadway, el ragtime, el jazz, el blues, el rhythm and blues, el rock, la samba, el reggae, la salsa, la cumbia, el calipso, el reguetón e incluso las óperas y sinfonías contemporáneas.

En originalidad creativa ninguno de los géneros que dio a luz el gran humedal del Misisippi supera al jazz. El próximo 10 de octubre se cumple el centenario de uno de los músicos más poderosos del estilo, el pianista Thelonious Monk, nacido en 1917 en un pueblo de Carolina del Norte, criado en la brega infinita del asfalto neoyorquino y fallecido, de un prematuro derrame cerebral a los 64 años, bajo los cuidados de la bella baronesa Nica deKoenigswarter, una de las herederas del imperio Rothschild. Ella, la novia del bop que también dio cobijo en los días finales al saxofonista heroinómano Charlie Parker, dejaba que Monk tocase en el piano de cola del salón, una antigualla sin teclado. El intérprete, decía con justicia Nica, era capaz, aún así, en un instrumento tullido, de “extraer música del detritus de la vida diaria”.

Cuando se reclaman los nombres esenciales del estilo a cualquier aficionado al jazz son optativos Miles Davis, John Coltrane, Duke Ellington, Parker y Charlie Mingus. El único obligatorio para cualquiera es Monk. Era autodidacta, tocaba desde los seis años y sólo compuso setenta y tantas canciones —Ellington rozó las 3.000—, pero todas son únicas, circulares, quebradas, atonales, incubadoras de silencios modulados hasta el punto de imponer el silencio absoluto y la disonancia como forma primaria. Como diría el historiador Ted Gioia, las grandes piezas de Monk están basadas en un “cambio perpetuo que se eleva como las algas con el movimiento de las olas o las ramas de un árbol al recibir un fuerte viento”.

Hombre tranquilo que adoraba jugar con sus hijos, despreciaba el dinero —enseñó todos sus trucos técnicos a su delfín, siete años menor, Bud Powell, el segundo gran pianista del siglo XX— y tocaba el piano en estado de éxtasis, improvisando el 90 por ciento de cada cación, fue víctima de una continua mala praxis médica, al entender sucesivos psiquiatras que sus ausencias del mundo, lapsos en los que navegaba por terrenos privados, eran fruto de una dolencia mental que nunca identificaron pero con alegría y temeridad trataron con litio y antipsicóticos —la familia se negó a la terapia electroconvulsiva recomendada en principio—. La química debilitó al genio y redujo su creatividad y la potencia que le hizo famoso como el único músico de jazz acústico que sonaba tan intenso en volumen como el rock and roll.

Los expertos han tratado en vano de transcribir la condición de polifonía fluvial de 'Round Midnight, Blue Monk, Straight No Chaser, Ruby My Dear, Misterioso... Sobra decir que nunca lo han conseguido. Julio Cortázar, que hubiese preferido ser jazzista antes que escritor, explicó mejor que nadie la presencia de Monk, el calor de cometa que desprendía sobre los asistentes aún antes de empezar a tocar. “Desde el fondo”, escribió en La vuelta al piano de Thelonious Monk, “un oso con un birrete entre turco y solideo se encamina hacia el piano poniendo un pie delante de otro con un cuidado que hace pensar en minas abandonadas o en esos cultivos de flores de los déspotas sasánidas en que cada flor hollada era una lenta muerte de jardinero”.

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