El martes las calles de todas las ciudades de Catalunya se desbordaron. Las cargas policiales del domingo provocaron un sentimiento que iba más allá de la política, de la independencia, del catalanismo o del españolismo era la condena de la violencia, todo tipo de violencia, la tuya y también la mía. Porque si te agreden a ti, es como si me agredieran a mí. Porque nos han enseñado que siempre es mejor hablar que pegar. La condena de la violencia consiguió algo tan poco frecuente en Catalunya como que las pequeñas y medianas empresas y el sector del comercio bajaran persianas, y además la mayoría fue un cierre patronal para no descontar el paro en las nóminas de los trabajadores.
Y es que a día de hoy los heridos del domingo superan las 893 personas porque de una forma u otra, heridos quedamos todos. Y desde el domingo lo único que pedimos es la condena de la violencia —repito de todo tipo de violencia— y que empiece la etapa de diálogo entre las partes. No descarto que para iniciar conversaciones fuera necesario pasar por el 1-O para reducir presiones.
Casualmente este mismo miércoles han despertado más voces que llaman al diálogo y que rechazan las posturas extremas que hoy no benefician a nadie: el Parlamento Europeo pide diálogo, el Cercle d’Economia, los colegios profesionales, el Síndic de Greuges se ofrece de mediador, también el lehendakari Iñigo Urkullu, los firmantes de la Declaración de Zaragoza...Solo falta sentar a los protagonistas.
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