CARLOS SANTOS. PERIODISTA
OPINIÓN

Piel española

Inquietante el debate abierto, con motivo del estreno de la película de Fernando Trueba, sobre ese conjunto de individuos, pueblos y problemas que llamamos España. Inquietante que quienes se erigen en defensores de la españolidad, como una especie de bien superior, nieguen a los demás el derecho a ejercerla de otra manera, e incluso a no ejercerla, aunque pocos de ellos hayan hecho tanto por España como Trueba con su obra artística. El debate se reproduce en un momento histórico muy dado a los nacionalismos. A la irracionalidad del nacionalismo ajeno algunos responden con la del propio y ante los que plantean el debate político como un juego de emociones contraatacan con una especie de emoción suprema que tienden a confundir con verdad suprema. Mal asunto. Si la política va a consistir en ver quién tiene la emoción más larga, o más gorda, mejor que nos limitemos a discutir sobre intereses, como en las comunidades de vecinos, donde, para una mejor defensa del interés de cada cual, no queda otra que defender el interés común.

Nacido en Zamora, criado en Almería, licenciado en Barcelona, hijo de salmantino y de gallega, con apellidos vasco-navarros, extremeño consorte y residente en Chueca, que es el barrio más universal de Madrid, por la parte que me toca no hay duda: soy español, soy de aquí. Hace años advertí -y lo escribí en Cambio 16, con el mismo titular que utilizo hoy- que tengo la piel española igual que tenía la piel americana Amadou Diallo, un inmigrante guineano inmortalizado por Bruce Springsteen en una canción, American Skin (41 shots), después de que lo mataran con 41 disparos unos policías que por lo visto se sentían mucho más americanos que él. Quien tiene la piel española, sin haberla elegido, entiende lo que quiere decir Trueba cuando dice eso de "no me he sentido español ni cinco minutos en mi vida". Como la piel ya nos viene de fábrica, cada cual es libre para emplear su tiempo en lo que quiera, incluso en ejercer de persona en un mundo que cada vez tiene menos fronteras.

Las mismas razones que llevan a recelar  de quienes se envuelven en banderas independentistas deberían servir para ahuyentar la sacralización de lo español. Una cosa es vivir en tu piel, más o menos cómodo, y otra que eso te impida ejercer de ciudadano del mundo o de ser humano, a secas. ¿Alguien entiende la españolidad -o la catalanidad o la socuellamidad- como un sentimiento?  Vale. Lo que no vale es imponer ese sentimiento a los demás y esta reflexión no solo sirve para el Caso Trueba sino también para ese parlamento que entre todos hemos diseñado en las urnas y por fin está echando a rodar. Si en los sagrados nombres de la estabilidad y la españolidad algunos sueñan con un frente nacional al grito de "!No se puede pactar con independentistas!", que se tienten la ropa. No solo estarían dejando huérfano un territorio donde antaño el PSOE se movía con soltura sino que estarían dejando fuera de juego a todos aquellos que defienden un concepto distinto de España y que, a ojo de buen cubero, son uno de cada tres diputados.

Si uno cree que España existe pero advierte que es un espacio diverso y plural, donde unos ejercen de españoles todo el rato y otros ni cinco minutos, lo primero que tiene que hacer es intentar llevarse bien con los protagonistas de esa diversidad y esa pluralidad, no meterles los dedos en los ojos. La diversidad no se afronta con llamadas a la unidad: se afronta con el reconocimiento de la diversidad, así de fácil. Tenemos la fortuna de haber nacido -sin elegirlo- en una sociedad que tiene como signo de identidad la mezcla. Lo suyo es defenderla tal y como es. Se equivocan quienes en nombre de la unidad levantan muros donde habría que tender puentes. Se equivocan quienes en el sagrado nombre de sus sentimientos pretenden limitar la libertad de quienes no quieren ser como ellos, ni cinco minutos, si no se respetan los suyos.

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