Vicente Marín: Allí donde todavía es jueves

  • Vicente Marín Chiva. 37 años. Trabajaba en una consultoría. Adoraba al Atletico de Madrid y sabía de memoria el callejero de la ciudad. Murió en el tren que explotó frente a la calle Téllez a las 7:39 del 11-M.
  • “Era tan alegre y jovial que le conocían allá donde estuviera. Sacaba la sonrisa a los tristes”, Milagros, su mujer.
Vicente y Mila, su esposa.
Vicente y Mila, su esposa.
20minutos
Vicente y Mila, su esposa.

Milagros Valor San Román no hace honor a su primer apellido. A Mila (32 años) le falta valentía para volver a su casa, en el barrio de Entrevías. Tiene miedo de llegar y verlo todo tal como estaba el 11-M por la mañana, cuando el reloj dejó de girar y al tiempo lo aspiró la boca metálica de las bombas.

La mujer teme ese mundo congelado en el que todavía es jueves y nada ha cambiado de lugar: los zapatos, las camisas, los trajes y las muchas corbatas en el armario, los cedés de San Sabina...

–Todas sus cosas están allí, todas. Allí es donde está todo. La síntesis de la tragedia debe ser algo parecido a esto: una mujer llamando “allí” a su mismísima casa, como si hablase de un lugar que no le corresponde, al que debe ir pero no quiere ir. Desde el día en que murió el tiempo, Mila está refugiada en el domicilio de sus padres, en Carabanchel Bajo, el barrio donde también conoció a su marido, Vicente Martín Chiva (37), un tipo con aire peripuesto y chulillo que se había ido voluntario a hacer la mili en el Ejército del Aire y que le tiraba los tejos desde que ella era casi una cría.

Mila vio a Vicente por última vez en un paso de peatones. A diario ella lo acercaba en coche a la estación de Entrevías. Un beso, un hasta luego, un después te llamo, la manilla, el crac de la puerta y el adiós con la mano mientas cruzaba ante el vehículo para descender al apeadero con el paso seguro de los simpáticos. La noche anterior, Vicente había lustrado los zapatos con maneras de cirujano.

Era una ceremonia diaria de un solo oficiante: dale que te pego con el mejor betún hasta que la piel se hacía espejo. Dandy y señorito siempre, Vicente era capaz de levantarse a las seis de la mañana para contar con margen, acicalarse con esmero y salir de casa hora y media más tarde.

–Va como un pincel, pensó su mujer, admirada de nuevo de la meticulosidad de su marido. Se enredaron en uno de esos noviazgos que parecen de extensión victoriana: una década. Pasaron por el altar hace casi tres años y compraron el piso de Entrevías. Las cosas marchaban bien. Los dos tenían trabajo –él como gestor y ella como auxiliar de clínica dental– y le daban vueltas a tener hijos tras el verano. Antes, Vicente quería llevar a Mila a uno de esos paraísos caribeños que tan absurdos parecen ahora en estas semanas de hollín y recuerdos.

–¿Qué va a pasar cuándo vuelva a casa? ¿Cómo lo voy a llevar? Tengo miedo, creo que allí me va a caer encima la realidad.

En la madriguera de Mila contra la dictadura de esta realidad que parece un espejismo, el piso paterno de Carabanchel, hay una mesa de café con un pequeño mantel blanco. Han colocado encima un enorme ramo de lirios morados. Lo envió Joaquín Sabina al enterarse de la fascinación que despertaban sus canciones en Vicente. Las flores comienzan a languidecer, pero la tarjeta sigue allí para quien desee leerla: “Más triste que un torero / al otro lado del telón de acero”.

–Vicente no era de flores, nunca me regaló un ramo y mira tú por dónde y por qué motivos recibo ahora un ramo, dice Mila.

Quizá porque los expansivos también necesitan soledad, Vicente bajaba cada tarde a correr unos kilómetros. Al otro lado de la ciudad, en la casa de Entrevías donde todavía es jueves, dejó el chandal meticulosamente doblado sobre una silla. El horror tiene múltiples y absurdas formas. Para Mila es intolerable la visión del chandal esperando por su dueño.

Mostrar comentarios

Códigos Descuento