MACARENA HEVIA GARCÍA
OPINIÓN

Relatos desde mi toalla. Cicatrices

Ancianos en la playa.
Ancianos en la playa.
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Ancianos en la playa.

Calculé el primer día, unos 85 años. Hay mañanas que se le envalentonan las ganas de una veinteañera; las hay también en que la edad le tiembla más que los brazos.

Camina encorvada, como si la arena la estuviera reclamando y la cojera de una cadera que ya no es capaz de mantener el equilibrio sin manos hace que la carne le vibre muchísimo en los cortes del bañador. Va por esa tierra de nadie que separa el camino de conchas rotas del inicio del mar; ni se moja ni se pincha. Segura, cauta, pese a ese paso marcado más a la izquierda, que provoca que el juanete del pie derecho deje una marca desdibujada en la orilla, parecida, desde mi posición, a la de un primate.

En mi mente, a veces la llamo Lola. Tiene fuerza de Lola, como la Flores, como todas las Lolas, que llenan la boca de su nombre. Otras veces se parece más a Carmen, con alma de ópera, de solitaria y vieja desde siempre. Pero es, cuando me detengo en los detalles de su físico, que pienso en María. Ya no le caben arrugas en la piel ni varices en las piernas; ese regusto amargo de quien aguanta el mundo sin que la derribe, de ser fuerte sin querer serlo.

A las nueve, a la hora que ambas llegamos, la costa de Mazagón está salpicada por cuatro cañas ilegales tiradas al océano, los coletazos de algunos peces que no pican los anzuelos y, si hay suerte, la aleta de un delfín. Mientras yo coloco la toalla y la silla y me lío un cigarro, Lola (que es más Lola cuando comienza y más María cuando vuelve), sortea los tramos de arena seca para alcanzar la orilla y la toca como si un niño de cinco años estuviera tocando “casa” en el juego del Coger. No dejo de mirarla hasta que el sol la emborrona en el horizonte. Reflexiono a menudo en que nunca hay nadie con ella y se me convierte en más Carmen que otra cosa. Sólo su juanete y la playa. Solo sola.

A las doce y media, cuando recojo mis bártulos y dejo espacio a las manadas de personas que se apoderan del sonido de las gaviotas, María se para justo enfrente del acceso a la playa, mete tímidamente el pie derecho en el agua y se va. Son tres horas y media. Tres horas y media que yo he pasado tumbada, pero ella no.

Esta mañana, la última de mi verano, me decido. Lleva un bañador negro, muy nuevo y muy feo, que le queda tan apretado que derrama la piel de sus axilas por las costuras y aprieta su celulitis a la altura del trasero.

En silencio, un poco cohibida, la sigo sin saber qué decir. No se inmuta cuando siente mis pies detrás de ella en un paso que es evidente que de lento me es incómodo.

-¿Nunca se baña? –le pregunto, porque la playa es nuestra y nadie nos escucha, y porque hoy el brillo de sus ojos es tan fuerte que dudo que vuelva siendo María.

-Me da miedo –susurra con la voz de Carmen, serena, monótona,  molesta si la invaden.

-¿Quiere apoyarse en mí y nos bañamos las dos?

Pero no me responde, ni siquiera con el deje social de la cortesía y una de las millones de evasivas aprendidas que debe tener en su repertorio. De puntillas, muy lentamente, adoleciendo de cualquier indicio de preocuparse porque no me haya dado una respuesta, atraviesa las hojas afiladas de las conchas, llega a la orilla, indemne, y Lola Carmen me deja.

Las siguientes horas las paso con un nudo muy retorcido en el estómago. No puedo evitar la culpabilidad, y casi echo de menos el Mazagón de la una y media del mediodía, lleno de ruidos. A punto estoy de marcharme a por una cerveza (o cinco) cuando su juanete aparece en mi campo de visión inmediato, junto a mi tumbona.

-Es que no puedo, ¿sabes? Andar sí, pero bañarme… Sin mi Luis ya no puedo– me confiesa, saltándose los preámbulos, como los buenos amantes, en un susurro rajado capaz de partir un alma.

Entonces veo, con una claridad meridiana, cicatrices donde antes veía arrugas. Las cicatrices del dolor de los años, en la cara de una Lola que sigue andando por la orilla pese a que le falta su apoyo al lado derecho, de una Carmen que no quiere otra compañía que le saque risas en las penas y de una María que está esperando a que el mundo por fin la derribe. Y, así, en la complejidad ininteligible de su historia, me salpica de nostalgia mientras mete el pie en el Atlántico, atraviesa las conchas, supera la barrera de arena seca y se va.

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