MÀXIM HUERTA. PERIODISTA
OPINIÓN

La ridícula catástrofe de unos kilos de más

Màxim Huerta, colaborador del 20minutos.
Màxim Huerta, colaborador del 20minutos.
JORGE PARÍS
Màxim Huerta, colaborador del 20minutos.

Este artículo lo escribo con un café sin azúcar y dos galletas integrales que todavía estoy masticando. El bolo alimenticio que genero en mi paladar acabará con mi paciencia y con mi maxilar inferior. Mastico, luego existo.

Mi perra, doña Leo, fiel lectora del gato López de Carlos García Miranda, se ha apoderado de mi cama y se ha propuesto impedir que me tumbe a la bartola a estas horas. Creo que ha visto como me estoy poniendo y ha decidido que la pasee más, que corramos juntos y que deje de sobrealimentarme con helados.

Digamos que yo estaba tan feliz, que recorría mundo y me ponía morado en los buffets de los hoteles, que compraba chocolatinas y que me comía las patatas del minibar. En fin. Hacía fotos, tomaba notas para futuras novelas y, feliz, insisto, muy feliz, iba aumentando mi vocación literaria y mi tripa Heminwayana a pasos agigantados.

Todo eso iba sucediendo sin que me diera cuenta, porque un día no te abrocha una camisa y le echas la culpa a la lavadora, otra al vaquero que está recién puesto y otras a los líquidos. Porque yo, retener retengo todo: matrículas, teléfonos, cumpleaños, aniversario de mis 'ex', contraseñas, números de tarjetas y, sobre todo, líquidos.

Doña Leo me había mirado con ojos de mujer fatal, como suelen mirar las chicas coquetas y zalameras que quieren algo. Decidí hacerle caso, salir a la calle y dar una vuelta larga. Tan larga como hasta el bar donde me ponen unas bravas estupendas con doble salsa y una caña en copa fría, helada, bien servida. Como Dios y la cebada mandan.

Todo iba bien.

Iba bien.

Iba.

Recién llegado de Formentera, bien moreno y bien alegre -destaco esto último porque es importante para el tema que tratamos- sucedió. Por eso ahora escribo y mastico un espeso bolo alimenticio de fibra y cereales imposibles. Sucedió, digo. Como mi perra ya había meado, decidí pasar con ella al kiosco a por la prensa en papel.

Allí estaba la catástrofe. La portada de las revistas del colorín anunciaban mis kilos de más con adjetivos que no se los desearía a mi mejor enemiga. Os entiendo, mujeres. La humillación tiene forma de periodista anónimo que pone bromitas sobre el peso y la forma física. Salí espantado, con la cabeza gacha y el rabo entre las piernas. Algo que suele ser habitual, pero lo indico porque mi perra Doña Leo hacía lo propio con el suyo imitándome. Salimos a la calle, pagué las bravas, la cerveza y escupí sobre la cuenta. Nunca más, dijeron todas las células de mi cuerpo en ordenada manifestación. Nunca más. La humillación pública durará una semana en los kioscos y una eternidad en internet.

Lo peor de todo es que en esa revista no decían nada de mi sonrisa: se me veía feliz. Feliz.

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