JOSE ÁNGEL GONZÁLEZ. PERIODISTA
OPINIÓN

Las crónicas del cronista: 'Ciudadano Oubiña, un capo de aquí'

Ahora que hemos nominado estrella mediática póstuma a Pablo Escobar, el capo de Medellín que llevó a los yanquis la cocaína que estaban encantados de meterse y forjó un imperio de veneración y miedo, parece improcedente que nuestros compatriotas que sacaron buen partido de un similar juego ilegal queden fuera de esta discutible y siempre parcial historia de la maldad. Yo hablé de langostas con Don Laureano Oubiña. Exagero: él habló de langostas. Me educaron en la costumbre de escuchar al que sabe.

Ocurrió en un restaurante de la plácida comarca del Ulla, en el otoño de 1999. La DEA consideraba a Oubiña el Rey Europeo del Hachís y un tipo con muy buenos contactos, se decía, entre la realeza marroquí, gran latifundista de cáñamo en el Rif. La cita la había establecido un periodista de la zona, que respondía por el compromiso de ambas partes.

Mi socio Joaquín Pedrido y yo acabábamos de entregar a TVE Marea Blanca, un documental sobre una generación de jóvenes paqueteros de las Rías Baixas que cayeron víctimas de la riqueza fácil y la tolerancia social que rodearon al contrabando y luego a su hijo natural, el tráfico de hachís y cocaína.

Fuimos testigos de tragedias e indecencia: el Rolls del alcalde del PP, las sucursales bancarias abriendo en domingo para recibir sacas de dinero, los cortes de luz en la zona en las noche de desembarco...

Ahora la idea era mostrar a un capo en zapatillas. Manejábamos un título de trabajo (Ciudadano Oubiña) y teníamos cliente: una cadena de televisión nacional. Sólo faltaba el visto bueno de Don Laureano, que llegó en un Audi negro que conducía él mismo. En otro coche idéntico venía uno de sus abogados, repeinado y con licenciatura fresca, el correveidile de un poderoso bufete madrileño.

Entramos en el comedor guiados por Oubiña, que no admite nunca otro papel que el de capitán. Se movía con mañas combinadas de cacique y cantante de boleros: con denso aplomo. Tras el saludo del maître“Bos días, Don Laureano”–, el capo nos señaló una mesa redonda y sacó tres teléfonos móviles. Nos invitó a sentarnos. Dirigía la ceremonia. Señaló con el mentón al mediador, el periodista local:

-Ya os diría este que no soy de protocolos. ¡Venimos a comer!

Llegado y aprobado el vino

(Albariño, por supuesto), ordenó con la precisa imprecisión de quien nunca ha tenido límites:

-Un par de langostas por cabeza, unos kilos de percebes, nécoras, dos o tres centollos…

Abordamos la propuesta a los cafés con chupitos. Entendió a la primera y el narcisismo hizo el resto. Nos contó sus inicios como transportista, primero a mercados ambulantes y luego traficando ilegalmente con gasoil, café y aceite de oliva que traía de Italia tras llevar allá brandy español; alardeó de la perfección del entramado de contrabando de tabaco búlgaro, que hizo millonarios a él y a muchos otros: guardias civiles, banqueros y políticos entre los que citó a altos cargos “de Fraga y Suárez”; admitió que había probado el hachís (“los porros son una tontería de nenos, colocan menos que el whisky”), pero juró que nunca había tocado la fariña. Acusó a la Fiscalía Antidroga de elegirle como chivo expiatorio y aseguró que a veces le entraban ganas de “coller o ferro torsido” (hierro torcido, pistola) y liarse a tiros.

De vez en cuando recibía llamadas cortas. Siempre respondía con monosílabos. El abogadito sudaba y el capo le decía:

-¡Verás que bien nos lo vamos a montar tú y yo en la trena!

Cuando seis horas más tarde dejamos el restaurante, el trato verbal estaba cerrado. Podíamos grabar su vida familiar sin cortapisas. Impusimos que no tendría capacidad de intervención en el guion o el montaje y quedamos en empezar cuando la televisión firmase el contrato.

Pocas semanas después, la Audiencia Nacional dictó una orden de detención contra Oubiña por tráfico de hachís. Se fugó y estuvo mareando a la Interpol durante más de un año. Le detuvieron en otoño de 2000 en una isla griega. Después de varias condenas, sigue en la cárcel. Acaba de celebrar su 70º cumpleaños y nunca han logrado implicarlo con la coca.

Del encuentro no añoro el magnetismo animal, la inteligencia brava y con retranca o el gran documental que nunca hice. La evocación que nunca me abandona es la del capo interrumpiendo su rol para sacar de la mariconera tres paquetitos de papel doblados a mano, con inscripciones a bolígrafo en cada uno, los callosos dedos de pescador desplegando y sacando tres píldoras farmacéuticas de las papelinas y la voz del Don, diciendo, por primera vez apocada:

-Ando mal del colesterol. Mi mujer me mata si no tomo las pastillas.

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