JOSE ÁNGEL GONZÁLEZ. PERIODISTA
OPINIÓN

Nunca iré a Damasco, Alepo, Palmira...

José Ángel González, escritor y periodista.
José Ángel González, escritor y periodista.
JORGE PARÍS
José Ángel González, escritor y periodista.

Cuando era chico mis padres me compraron dos libros de jocosidad adiposa. Venían enlomados en polipiel de razonable color esperma: el Decamerón, del italiano Bocaccio, y Los cuentos de Cantebury, que escribió, con el anterior en el atril para echar un ojo y hacer corta y pega, el inglés hijo y nieto de vinateros Chaucer. Creo recordar que la compraventa de los tomos fue un negocio puerta a puerta, porque los libros llegaban entonces a casa como la miel y el aceite, en manos de gente charlatana que nunca rehusaba un café. Con el doblete nos regalaron, en una edición menos ostentosa, Las mil y una noches. Yo andaba por los doce años y, por supuesto, busqué la obscenidad crápula que presentía en los dos primeros para descubrir que el verdadero vértigo de la sensualidad estaba en el libro barato, en Sherezade y la infinita historia entreverada de otras historias que inventa con cada caída del sol para evitar la muerte.

Creo que para mí se cumplió lo que dicen los árabes cuando sostienen que nadie puede leer Las mil y una noches hasta el fin porque no deseas dar por terminada la ceremonia del engatusamiento. No por la picardía sino por la magia contenida en la picardía, no era infrecuente que yo leyera en un estado de erección febril, sostenida e inocente en lo físico y lo espiritual.

Aquella narración anónima me entregó a Oriente, al que los alemanes llaman con un término hermoso, Morgenland, tierra de la mañana, que, como decía Borges, contiene la promesa del oro naciente del cielo amanecido. Desde el trampolín de Las mil y una noches tracé el plan vital de abstraerme algún día en la calvicie de la bādiyat siria, comprar alcanfor en el zoco de Damasco, fumar hachís ante la mezquita omeya de Alepo para recitar a Pessoa ("enciendo un cigarro para aplazar el viaje,/ para aplazar todos los viajes,/ para aplazar el universo entero"), hospedarme en el Hotel Zenobia fundado en Palmira por la espía, contrabandista y envenenadora Marga d’Andurain... Me conjuré a cumplir el sueño: huiría de la tuberculosis europea para perderme como un náufrago voluntario en la densidad de Oriente Próximo.

Por mi grandísima culpa –el hedonismo, la comodidad, la pobreza...– no lo hice cuando pude y todavía era posible para un europeo experimentar el orientalismo pese al convencimiento de que los fantasmas de Rumi y Avicena serían esquivos, porque también ellos, los de allá, desean ser dejados en paz por los turistas y la rapiña. Ahora, en un mundo lamentable, acepto la derrota: en el mejor de los casos, Oriente habrá dejado de ser un degolladero muchos años después de mi muerte.

Dedico estas noches a terminar Brújula, la novela de Mathias Enard sobre el insomnio largo como el Eúfrates de un anciano orientalista vienés. En una noche eterna y decepcionada, Franz Ritter, en declive como Europa, reconstruye el pasado que ya casi nadie quiere conocer, despotrica contra el presente de cuchillos y decapitaciones, busca un atisbo de luz dorada "como ensueño, como lamentación, como exploración siempre decepcionada" y concluye que ninguna salvación es posible porque estamos condenados, añade citando a Montaigne, a "pensar como orinamos, de camino, rápido y furtivamente, como espías".

Hemos renunciado a la posibilidad del encuentro como hemos dejado de usar en los últimos dos años la palabra mestizaje, otrora tótem semiótico de la presunta cordialidad global. Enard sostiene que lo hicimos al dejar que volasen Palmira, árabe, persa, grecorromana, capital de un reino comandado por una mujer, encrucijada de caravanas que se dirigían hacia el naciente del sol y hacia el ocaso...

Oriente y Occidente nunca acontecen por separado, dice Enard. "Siempre están mezclados, presentes el uno en el otro" porque esas palabras –Oriente, Occidente– "no tienen más valor heurístico que las direcciones inalcanzables que designan". Lo demuestran ahora los vendedores de aventura, fatwa y sangre a los adolescentes autoconfinados en habitaciones insignificantes para el cuerpo social pero hiperconectadas de París, Madrid, Berlín, Bruselas... Quizá esos chicos-nadie estén, como yo cuando entraba en las historias concéntricas de Las Mil y Una Noches, encandilados con la descripción de los paraísos yihadistas que les aguardan. Tal vez crean que sajar un cuello de infiel es el capítulo de un libro de importancia metafísica.

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