IRENE LOZANO. ESCRITORA
OPINIÓN

Estar afónica puede ser maravilloso

Periodista, escritora y política.
Periodista, escritora y política.
JORGE PARÍS
Periodista, escritora y política.

Como la gripe me ha dejado afónica, el Whatsapp me está haciendo las veces de amplificador. Soy muy de hablar las cosas importantes por teléfono, pero como estos días no puedo, he mantenido incluso alguna discusión por Whatsapp y he descubierto algo insólito: es la mejor herramienta para racionalizar conversaciones con carga emocional. Escribir nos obliga a ir más despacio, aunque solo sea porque hay que pensar en la gramática y la ortografía. Al ralentizarnos, el lenguaje deja de fluir como una viscosidad y apreciamos mejor el fardo que llevan a cuestas las palabras y las medias palabras y los monstruos que nos salen a borbotones de la boca desbocada y con los que hacemos daño sin querer. En algún sitio leí que las parejas que no hablan en su lengua materna discuten con más serenidad, porque usar una lengua aprendida nos obliga a emplear zonas del cerebro vinculadas a la racionalidad. Quizá escribir las discusiones tenga un efecto parecido.

En alguna reunión, no obstante, no me ha quedado más remedio que susurrar lo que quiero decir. Siempre he pensado que George Steiner tenía razón cuando dijo: "Allí donde todo se puede decir gritando, nada se puede decir en voz baja". Pero mi experiencia lo refuta: cuando me pongo a musitar en un grupo de gente, al principio me cuesta que se den cuenta de que estoy interviniendo, pues apenas se me oye. Poco a poco, van dejando de hacer ruido hasta casi contener la respiración para no tapar mi hilillo de voz. Después me empiezan a mirar fijamente, como si quisieran ver mi voz invisible, y prestan una atención completa, con todos los sentidos, más de la que han prestado a cualquier otro interviniente. Como me cuesta mucho esfuerzo, solo digo lo estrictamente necesario. ¡Cuánto se acortarían las reuniones de trabajo si estuviéramos todos afónicos!

Vivir sin mis cuerdas vocales me ha hecho recordar a un profesor de Filosofía del instituto. Todos los demás empezaban la clase dando un par de gritos o palmadas para que nos calláramos, pero el filósofo nunca levantaba la voz: comenzaba a hablar en un susurro, como si te contara la caverna de Platón al oído. Durante unos instantes, nadie le hacía caso, pero enseguida los alumnos más cercanos a él estiraban el cuello tratando de escucharle y empezaban a chistar al resto para que se callaran. En menos de un minuto, la clase era un silencio rotundo, como cuando cae leve la nieve sobre todos los vivos y los muertos, que diría Joyce.

Me temo que Steiner se equivocó y la verdad de nuestros días es esta: que allí donde todo se dice gritando, solo se puede decir algo en voz baja.

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