DANIEL DÍAZ. ESCRITOR
OPINIÓN

Crónicas desde mi taxi: 'Nadie está a salvo de convertirse en viral'

Daniel Díaz.
Daniel Díaz.
JORGE PARÍS
Daniel Díaz.

Corren tiempos extraños. Hoy ya es posible convertir en fenómeno viral una anécdota escrita en pijama, sentado en la sillita de juguete de tu hija de dos años, con un café con leche en una mano y apenas un smartphone medio roto en la otra. Exactamente así comenzó esta historia. Los hechos se remontan a la tarde anterior, cuando mi taxi y yo fuimos testigos de un vergonzoso episodio machista en torno a un tipejo que se había negado a subir en un taxi sólo porque la taxista era mujer. Fue directo al siguiente taxi de la parada, mi taxi en este caso y, visto el agravio (“Llevo prisa; con ésta no llego ni de coña”, llegó a decirme), entonces fui yo quien se negó a llevarle. Y el siguiente taxista también se negó. Y el cuarto. Y también el quinto. De modo que el machista y sus prejuicios se marcharon caminando. A la mañana siguiente, como digo, con aquel suceso aún rondándome la cabeza, me dispuse a contarlo vía Twitter. Dividí la anécdota en tres tuits, pero sólo hizo falta uno, el primero, para desatar el ciclón que llegaría después.

Antes de acabar aquel primer café ya me habían llamado dos periódicos online dispuestos a convertir la anécdota en noticia y contrastarla conmigo. En el segundo café ya se habían sumado tres medios más, que publicaron lo sucedido esta vez sin contrastar siquiera. Mientras tanto, la pólvora de Twitter seguía su curso. Retuits de periodistas, retuits de políticos, retuit al retuit del retuit. El efecto dominó parecía imparable. Una conocida revista del corazón publicó la noticia adjuntando fotos mías posando con mi mujer que sacaron de internet ("Daniel Díaz y su esposa", rezaban los pies de foto). Después llegaron las radios, varias, perdí la cuenta. Todas querían entrevistarme, hacerme un hueco en su programación de la tarde. Accedí sólo a tres, dos de ellas en directo y la otra grabada. De modo que fue posible escucharme en dos diales a la vez contando exactamente lo mismo.

Pero lo más inquietante sucedió al día siguiente, con aquellos tres tuits sumando a razón de cien nuevas menciones por minuto, cuando me llamaron de la tele. Y la tele, digámoslo suavemente, no entiende un no por respuesta. Los servicios informativos de cuatro cadenas distintas decidieron que había llegado el momento de sacar la noticia en sus respectivos telediarios. Nunca llegaré a saber cómo demonios consiguieron mi número, pero mi móvil comenzó a sonar como si de mí dependiera el botón del fin del mundo: Llamadas cada tres minutos al manos libres de mi taxi, con clientes subiendo y bajando y sorteando atascos bajo un estrés que no desearía ni al peor de mis enemigos. Querían quedar conmigo, grabar una pieza, mandarme unidades móviles aunque sólo fuera para captar la estela de mi taxi mientras yo seguía currando. Necesitaban imágenes, necesitaban mi testimonio mirando a cámara: “Mándame tu ubicación, por favor, no hay tiempo, tenemos que emitirlo o me cortan el cuello; te lo piensas y te vuelvo a llamar en cinco minutos” (llamaba en tres). Conseguí zafarme amablemente (me horroriza salir en la tele; es un trauma que viene de lejos), pero mis constantes negativas no impidieron que todas las cadenas sacaran la noticia al mismo tiempo. Y aun después de haber dejado claro que nada de tele, volvieron a llamar para invitarme al plató de otros tantos programas de actualidad. Y volví a negarme. Consiguieron arreglarlo: una de ellas reprodujo la escena de aquellos tres tuits con dibujos animados. Hubo varios debates sobre el machismo con mujeres taxistas y tertulianos de plantilla que lo mismo hablan del taxi, que mañana de Siria, que al otro de energía nuclear.

Tres días después llegó el silencio. La rueda de la información siguió su curso endiablado cual monstruo insaciable y cada día más voraz. Las redes sociales son su nuevo caldo de cultivo: Ya nadie está a salvo de convertirse en viral. Ya nadie controla el altavoz de sus palabras.

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