Lo primero que hice al llegar a Hong Kong fue caminar por el bosque. Porque en esa colmena humana se hacinan en rascacielos 6.200 personas por kilómetro cuadrado, pero sus montañas son solitarias reservas forestales, auténticas selvas subtropicales.

Todo fantástico durante el pateo salvo por un detalle: el ruido. Desde lo alto del cerro donde me encontraba llegaba el infernal ruido del tráfico apiñándose ahí abajo, el de miles de vehículos corriendo (y atascándose) por calles y autopistas. Más potente, pero no muy diferente al rumor de los motores de coches, motos, autobuses, camiones que escuchaba esta primavera en la webcam colocada en un nido de águila pescadora en el norte de Francia o en el de una cigüeña blanca en Alcalá de Henares. El mismo ruido que llevamos toda la vida escuchando día y noche, el que se nos cuela por las ventanas, entra en los dormitorios, nos arrulla en los sueños y nos intranquiliza en los insomnios. Sonidos que están a punto de desaparecer. Y que no vamos a echar de menos.

Tuve esa certidumbre el verano pasado, cuando un coche Tesla estuvo a punto de atropellarme. No lo había oído y de repente lo tenía encima, extrañamente silencioso. Motor eléctrico. Nada de ruidosos motores de explosión. El futuro es eléctrico. Las previsiones resultan mareantes. El año pasado se vendieron en el mundo algo más de un millón de vehículos eléctricos, en 2025 se espera superar los 11 millones y en 2030 los 30 millones.

Muchas cosas van a cambiar con esta revolución del transporte, como la necesaria reducción de la contaminación en las grandes ciudades. Pero también vamos a recuperar una tranquilidad perdida hace un siglo. La actual polémica sobre si diésel o gasolina nace obsoleta.