Es mentira. Y no me refiero a las terroríficas consecuencias del cambio climático. Frente a las certezas no hay discusión posible. Pero por mucho que nos esforcemos por revertir la disparatada situación de colapso ecológico a la que nos encaminamos cada vez más rápido, no vamos a salvar el planeta. Tampoco lo estamos destruyendo. Lo estamos haciendo invivible para nosotros, que es algo peor y más tonto. Nos llevaremos por delante miles de especies, pero la vida seguirá, con nosotros o sin nosotros.

Si lográramos impulsar una transición ecológica global, salvaremos el futuro de nuestra especie. Porque al planeta le importamos una mierda. Para él somos apenas un grano en el culo. Una anécdota evolutiva más a lo largo de sus 4.543 millones de años de historia. A la Tierra le quedan todavía otros 5.000 millones de años... probablemente ya sin nosotros.

La mayoría de las especies se extinguen rápido. Aparecen, evolucionan y colapsan. La media para los mamíferos es de 1,7 millones de años. Nuestro género, el de los humanos, surgió hace unos 2,5 millones, pero nuestra especie apareció hace apenas 200.000 años, así que estadísticamente todavía hay tiempo para evitar el desastre.

Esto de salvar al planeta tiene mucho de egocentrismo. Si muero yo, el mundo se extingue. Suena a crisis milenarista, a ese miedo apocalíptico que acongojó a los cristianos en el año 1000. La llegada del fin del mundo. El día del juicio final. Y no llegó.

Ahora tenemos una nueva fecha. 2030 es el límite marcado por los investigadores para evitar una catástrofe global. La nuestra. Pero esta vez no es una amenaza religiosa. Es una evidencia científica. El meteorito somos nosotros y nos lo hemos disparado a los pies.