CÉSAR-JAVIER PALACIOS. PERIODISTA
OPINIÓN

Llegan las grullas

Grulla.
Grulla.
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Grulla.

Sus trompeteos inconfundibles suenan estos días por los cielos de media España. Sus distintivas escuadras en forma de uve garabateando entre las nubes te alegran el día. Son las grullas, unas bellísimas zancudas grisáceas con más pinta de cigüeñas que de garzas, boina roja y gran plumero en el trasero. ¡Y vegetarianas!

Más de 200.000 han elegido la Península para pasar sus vacaciones de invierno. Disciplinadas cual ejércitos teutones. Estos turistas con alas llegan siempre en bandos de cientos y hasta miles de parientes, pues en las multitudinarias migraciones que hacen desde el norte de Europa a las más cálidas tierras ibéricas se reúnen en grupos familiares: el padre, la madre y los hasta tres pollos que hayan tenido en primavera. Y no se separarán hasta su regreso en marzo a los terrenos pantanosos de Centroeuropa, Rusia, países nórdicos y bálticos, a más de 4.000 kilómetros de distancia.

En su camino hacia el sur muchas descansan ya en la laguna de Gallocanta (Zaragoza). Allí se las espera con ganas y se las recibe con alborozo. Gracias a ellas los amaneceres son muy especiales, cuando con las primeras luces del día salen las aves del agua en ruidoso vuelo camino de los rastrojos del Campo de Daroca.

Verlas estos días cruzando por los cielos de Madrid es igualmente algo único. Son un calendario natural. Incluso en la tecnificada ciudad, entre antenas, hormigón y ladrillo, esas uves de la victoria nos marcan la llegada del otoño. Su gruir (así se llama el canto grullero) suena a otoño, a mantita y radiador. No había nada que alegrara más al compositor Sibelius que verlas llegar. Y nada hay que me alboroce más a mí que contemplar sus bandos celestes camino de las dehesas extremeñas.

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