CARLOS G.MIRANDA. ESCRITOR
OPINIÓN

Me di cuenta de que ya debería tener hijos

La semana pasada llevé a castrar a mi gato López, que con la primavera no paraba de escaparse para darle al amor con la siamesa de la vecina. Es de los que sacan las uñas cuando le metes en el trasportín, así que llamé a mi padre para que me ayudara. Le dejamos en el veterinario y nos fuimos a dar un paseo mientras le quitaban los machos, en el que le confesé que me daba pena que López se quedara sin descendencia tan joven. Mi padre me dijo que así estábamos iguales. Bueno, menos en lo de ser jóvenes, que yo tengo 36 y a esa edad él me tenía a mí desde hacía años. Dijo que en lo de tener hijos ya voy tarde, pero yo le recordé el caso de Papuchi. Mi padre me explicó que a los hijos hay que verlos crecer y que nuestra generación lo está retrasando tanto que igual no estamos cuando cumplan los cuarenta. Además, me habló del reloj en el que hombres y mujeres estamos igualados: el psicológico. Si lo de tener hijos va contigo, te entran ganas de traerlos al mundo cuando estás instalado en la vida. Igual mi problema es que soy freelance y me muevo con el abono trasportes, pero mi padre insistió en que él tampoco estaba mucho mejor cuando se lanzó a tener descendencia.

Volví a casa con López Farinelli y el tictac en la cabeza del reloj psicológico. El mío está en marcha, que se me cae la baba con mis sobrinos, aunque igual no le estoy haciendo caso porque estoy pasando una época centrado en el trabajo, disfrutando de los amigos... Vamos, que estoy soltero. Lo de tener un hijo solo es buena opción, pero no la veo para mí, que hasta tengo que pedir ayuda para llevar al gato al veterinario. Prefiero hacerlo en pareja, así que empecé por echar la vista atrás y llamar a mis ex para ver qué tal les iba. Las conversaciones acabaron con un "me alegro de que estés bien" y la sensación de que ya me habían olvidado, así que decidí que igual era mejor empezar algo de cero. Pero resulta que preguntar si tienes los hijos en mente no es un buen modo de iniciar una conversación en Tinder (sí de que te bloqueen).

Seguí intentándolo unos días después quedando con Sara, una amiga que, una noche de borrachera en la que había roto con un novio con el que planeaba tener hijos, me hizo prometerle que si llegábamos a los cuarenta sin descendencia la tendríamos juntos. Cuando le dije que igual podíamos adelantar la fecha del acuerdo, me contestó que ni se acordaba de eso y que son cosas se dicen entre amigos de broma (yo también lo decía de broma, claro). Total, que cuando ya me estaba quitando de la cabeza la idea de la paternidad, Sara me llamó para hablarme de Ruth, una compañera de trabajo con las mismas ganas que yo de tener un hijo. Nos montó una cita a ciegas el fin de semana, pero a la segunda cerveza ambos nos dimos cuenta de que no teníamos mucho que ver. Quizás el problema fue que aquello parecía una entrevista en la que valorar currículums y genética, y con esa presión la cosa no funcionó.

El lunes siguiente, cuando mi padre vino a ayudarme con el gato para llevarle a la revisión, le conté mis intentos por solucionar lo de la descendencia. Se empezó a reír, preguntándome por qué me habían entrado las prisas. Me dieron ganas de tirarle el gato a la cabeza, que todo esto lo lió él, pero me calmé cuando me dijo lo que se había dejado en el tintero: "Las cosas han cambiado y la comparación entre generaciones es difícil". Me dijo que el tiempo apremia, pero la solución no es acelerarlo de pronto, sino encontrar las ventajas al desfase. La cabeza está más asentada para saber cuál es la combinación efectiva para formar una familia, y no parece que el interés genético sea un buen modo de arrancar.

Total, que he decidido darme una oportunidad menos fría. Tardaré más de una semana en conseguirlo, así que igual no salgo en la foto de los cumpleaños de mis hijos pasados los cuarenta. O sí. En cualquier caso, ya sé qué será lo primero que les enseñe: que el tiempo vuela, pero los caminos cambian para que de tiempo a recorrerlos.

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