ÁLBER VÁZQUEZ. ESCRITOR. AUTOR DE 'MEDIOHOMBRE' (ESFERA DE LOS LIBROS)
OPINIÓN

Operación Lezo: Blas de Lezo sonríe desde su tumba

El escritor Álber Vázquez.
El escritor Álber Vázquez.
ÁLBER VÁZQUEZ
El escritor Álber Vázquez.

La Guardia Civil siempre ha tenido un humor raro a la hora de poner nombre a sus operaciones policiales. Y que a la investigación de toda la trama de corrupción en torno al Canal de Isabel II, que ha culminado con la detención de Ignacio González, expresidente de la Comunidad de Madrid con el Partido Popular, se le haya denominado "Operación Lezo" tiene su retranca.

Lezo es Blas de Lezo, el almirante español que, al mando de tres mil hombres, defendió, en 1741, Cartagena de Indias contra un desembarco inglés llevado a cabo por casi doscientos navíos y treinta mil hombres. Los ingleses llegaban tan sobrados de fuerzas que enviaron un barco a Inglaterra informando de la victoria antes de que un solo inglés pusiera pie en las playas cartageneras. El tiro les salió por la culata porque en tierra, Blas de Lezo y los suyos se resistieron como gato panza arriba y, pese a que los ingleses demolieron los fuertes españoles a cañonazo limpio y lograron llegar casi hasta las puertas de la ciudad amurallada, los españoles no se rindieron jamás. Esta es una de las páginas más gloriosas de la historia de España. La historia de hombres que hacían su trabajo de la mejor manera posible, hombres buenos, hombres honrados, hombres que se dejaron la piel y la vida en la defensa de lo nuestro porque ese era exactamente el trabajo que se les había encomendado. Con Blas de Lezo al frente. Un Blas de Lezo por el que los soldados bajo su mando sentían una adoración que casi devenía en devoción. Esta es la clave de una victoria contra todo pronóstico: que pese a que nadie daba dos duros por ellos, ellos tenían a Lezo.

Lo cual no es broma, ojo. Piénsese que Blas de Lezo era un teniente general. Y minusválido. Le faltaba un ojo, tenía una pierna de palo y una de sus manos se hallaba completa impedida y no le servía ni para atarse los cordones. Pese a todo, durante toda la batalla de Cartagena de Indias, Blas de Lezo estuvo en primera línea de fuego, en las baterías que estaban siendo arrasadas por el cañoneo inglés, en las que se moría a buen ritmo. Piensa en lo que siente un soldado del montón que sirve en un cañón en mitad del polvo, el miedo, la sangre y el humo. Digamos que, en el mejor de los casos, tenía un cincuenta por ciento de posibilidades de que no lo mataran antes de que ordenaran retirada. Cincuenta por ciento. La mitad. Las mismas posibilidades de palmarla que de sobrevivir. Bien, pues a tu lado, en pie y sin especial protección, se hallaba Blas de Lezo. Inspeccionándolo todo en primerísima línea de fuego. Porque él era un almirante y los almirantes pelean siempre desde el puente de su barco. Y si no hay barco porque estás en tierra, pues como si lo hubiera.

A Blas de Lezo le golpeaban los cascotes y miraba para otro lado. Muchos de sus oficiales le imploraron, en numerosas ocasiones, que se retirara a posiciones más seguras. Pero Lezo se negaba a retroceder por una simple cuestión de eficacia: tenía tan pocos hombres bajo su mando que cualquier cosa que hiciera para motivarlos era una buena idea. Además, qué carajo: ellos eran militares, estaban en mitad de una guerra y, si hay que morir, pues se muere. Sin alharacas. Sin alborotos. Ahí, dejándote la piel porque eso, precisamente, es lo que se espera de ti y para lo que te pagan.

Todo superhéroe tiene, frente a él, a su supervillano, y Blas de Lezo no iba a ser menos. El villano de Lezo era Sebastián de Eslava, un tipo insignificante que, vete tú a saber por qué, había logrado llegar a ser virrey Nueva Granada. Lo que hoy vendría a ser un presidente de una comunidad autónoma, para entendernos... Los historiadores no se ponen de acuerdo en el nivel de animadversión que existía entre Lezo y él, entre la visión de un genio y la mirada de un mediocre. Unos, los más benignos, afirman que no se soportaban. Otros, esos que ni se molestan en andarse con medias tintas, señalan que se odiaban a muerte. Y, visto lo visto, lo más probable es que estos segundos lleven la mayor parte de la razón.

Eslava se inmiscuía constantemente en las tareas de Lezo. No podía hacerlo, pero lo hacía. Esto, a Lezo lo sacaba de quicio. En primer lugar, porque la defensa militar de una zona en guerra estaba a su cargo. Él tomaba las decisiones operativas: tantos hombres a esta posición, tantos a esta otra, retirada de aquí, refuerzos allá, etc. Pero Eslava, un triste presidente de comunidad autónoma, se empeñaba en decirle al tipo más genial que ha tenido la Armada española a lo largo de su historia cómo debía mover a sus hombres. Lo cual suponía abrir un segundo frente para Lezo: los ingleses y el idiota de su virrey. Échale guindas.

La batalla duró dos meses. Blas de Lezo perdió a gran parte de sus tropas, pero los ingleses perdieron mucho más. En mayo de 1741, Cartagena de Indias era un inmenso cementerio al aire libre donde miles y miles de cadáveres de casacas rojas se pudrían al sol. El propio Lezo murió, meses después, a consecuencia de la guerra. No conocemos la causa exacta, porque Eslava, más vivo que el hambre, lo mandó enterrar en una fosa común junto a cientos de cadáveres anónimos. Uno de los mayores héroes españoles está enterrado en quién sabe dónde. Sin honores. Sin recuerdo. Sin memoria. Así de triste, así de sencillo, así de español.

Por ello, cuando un guardia civil inmerso en una investigación contra un virrey del que se sospecha que no es ni la mitad de honesto de lo que cabría esperar, decide llamar a dicho operativo "Operación Lezo", la justicia histórica nos alcanza. La poética, si se quiere. Y manda narices que tenga que ser la Guardia Civil la que nos haya regalado el poema del día, pero así es. Blas de Lezo, el tío al que le debemos que en Sudamérica no se hable inglés, debe estar sonriendo en su tumba. Esté donde esté.

Álber Vázquez es autor de Mediohombre: Blas de Lezo y la batalla que Inglaterra ocultó al mundo (La Esfera de los Libros, 2017).


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