Ya no es un minino rechoncho y vagabundo en busca de un buen cojín. El gato de Botero mora en el corazón de la Rambla del Raval. Allí, su redondeado cuerpo de bronce da la bienvenida a vecinos, turistas y visitantes. Hay quien dice que cuando arrecia el viento se le oye ronronear.
Pero el felino también tiene sus días tristes, aquellos en que los energúmenos osan pintarrajear sus partes, tirarle de los bigotes o mojarle las patas con orines. La zafiedad de los vándalos no tiene fronteras.
A Las Pajaritas de Ramon Acín, en el barrio del Clot, les ocurre algo parecido; al Dragón de Andrés Nagel de la España Industrial también; al Submarino de Josep Riera i Aragó, tres cuartos de lo mismo.
Toca combatir el incivismo, pero también corregir errores"
Hay quien dice que el deterioro del espacio público conlleva la degradación de las obras de arte. Seguro que sí. Otros opinan que el mantenimiento del arte público y de los monumentos de la ciudad es deficiente. Quizás sea cierta esa afirmación, pero poco se puede hacer si el presupuesto existente lleva más de diez años congelado.
Muchas administraciones construyen equipamientos, realizan obras espectaculares o compran monumentos sin contemplar la conservación. Cuando ello ocurre y el abandono es manifiesto, la espiral del deterioro parece no tener fin.
Una pena infinita se apodera de nosotros cuando La Ola, de Jorge Oteiza, sucumbe bajo los grafitis o La Deesa, de Josep Clara, se ahoga bajo las heces de las palomas. Toca combatir el incivismo, pero también corregir errores.
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