OPINIÓN

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Más de 5 millones de madrileños están llamados a las urnas este 4M
Una urna electoral de las elecciones en Madrid el 4 de mayo.
Europa Press
Más de 5 millones de madrileños están llamados a las urnas este 4M

La euforia o la devastación tras los resultados electorales pasará pronto: este es un país cruel con los vencidos, y que acepta de mal grado los cambios de idea o los pactos imprevistos Los resultados de Madrid pueden no importar tanto como en el resto de España los políticos fingen, pero su onda expansiva resulta inevitable. El hartazgo, también. Recuperaremos poco a poco el espacio en los medios para otros temas, bajará, al menos un poco, la exaltación de las redes, y sobre todo regresarán a nosotros las palabras manoseadas y utilizadas por todas las fuerzas durante la campaña.

Al inicio de esta campaña, que muy probablemente marcará el tono de las siguientes, parecía que la elección del candidato ideal sería una de las claves: eso es lo acostumbrado, que un rostro, un nombre, un hombre o una mujer conocida atrajeran la atención y los votos. Esta ha sido, en cambio, una campaña de términos, de propaganda ideológica cada vez más inverosímil, y sobre todo el uso subjetivo de las palabras.

El lenguaje, por más que esté fijado en el uso culto, posee una enorme flexibilidad. Las palabras no solo envejecen y surgen, no solo pierden su sentido o incorporan sinónimo: son una especie de baúles de mediano tamaño, y de tanto en tanto se llenan o se vacían de significado. El gran problema de la política actual en su relación con el lenguaje no es solo su imparable infantilización, lo rotundo de afirmaciones dudosas, sino la apropiación de algunos términos que pasan a ser patrimonio de un partido, o incluso de un candidato.

"Las palabras son una especie de baúles de mediano tamaño, y de tanto en tanto se llenan o se vacían de significado"

Se asignan las palabras a la ideología como en todo en el lenguaje, por repetición. Los significados originales se deslizan hacia lo que uno u otro candidato desea insinuar o matizar a fuerza de insistir en ello y de amplificar en mítines, artículos o entrevistas en ella. De la misma manera que se crean necesidades, se descubren o se ocultan capas de lenguaje.

Hay algunas que no son tan importantes: pasarán de moda, o pertenecerán a un candidato perdedor, y por lo tanto, ese efecto no durará. Pero en las pasadas semanas se han tocado dos de las que resultan claves para la convivencia y para el progreso de una sociedad que ha luchado mucho por ellas. Una ha sido “libertad”. La otra, “democracia”.

Sus significados son cristalinos: ni siquiera han variado en los últimos dos siglos. Están ahí para ser usadas, como parte de un servicio público del idioma. Nadie puede poseerlas, porque el alma de su significado consiste en ser universales. Nadie debe manipularlas, porque se encontrará con el aire entre las manos. Ni siquiera los poetas pueden reclamarlas para sí, cuánto menos los políticos. No son palabras pensadas para que la boca se llene, sino para que sirvan como una guía de conducta. Para que la siguiente generación las reciba como un legado. Por lo tanto, es hora ya que regresen a quienes les pertenecen, los ciudadanos, tan cansadas, tan exhaustas por su uso como nosotros mismos lo estamos.

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