Pasen por alto que hablamos de la representación en un festival internacional, o de su organización por una entidad pública: lo harán fácilmente, porque la letra puede haber variado, pero la melodía nos resulta familiar, y la propuesta de un voto popular acaba siempre, siempre, en decepción: el juego de intereses que revela que el jurado alienta intereses particulares. La insidiosa labor urticante de las redes sociales, porque no hay engagement malo. La ruptura de la ilusión tras una ojeada rápida a la compleja estructura económica escondida tras una propuesta.

La corrupción endémica regresa como un eco. Si se actúa así en eso, ¿qué no se hará con lo que realmente importa? Y la falta de confianza corroe como una gota de ácido. Y la libertad de elección se convierte en una burla.

No, una u otra canción cambiará poco el futuro inmediato: pero nos recuerda cómo se organizan las cosas en este país, las grandes, las pequeñas. Nos devuelve al descaro con el que el ministro del ramo afirma que los autónomos se encuentran satisfechos con la subida de sus tasas, explica la desconfianza con la que se observa el reparto de los fondos europeos. La permanente paranoia social, alentada por el populismo. No es conveniente jugar con los votos: son mucho más que una metáfora.