Solo en Madrid hay 240.000 solitarios que sufren una inmensa soledad rodeados por seis millones de personas. Náufragos en un mar de multitudes. Las ciudades son cada día más populosas y menos humanas. 

Cuando llego a ellas desde mi pequeño pueblo en Fuerteventura me siento Paco Martínez Soria, desorientado, empujado por unas prisas que no son las mías, rodeado de caras desconocidas. 

Entro en el metro pero allí, apretados unos contra otros, todos nos ignoramos. Las caras miran hacia abajo, hacia la pantallita de ese teléfono móvil que nos comunica con un mundo irreal de falsas redes sociales, de falsos amigos, de falsos me gusta. 

Muchos esbozan de vez en cuando alguna sonrisa esquiva, algo tonta pues nadie les observa. La mayoría tiene los oídos conectados a auriculares desde donde brota perceptible una música tan machacona como el traqueteo del vagón en el que viajamos. Es el colmo del aislamiento, sonoro además de físico. 

Nunca antes hemos estado más cerca de hacer realidad la distopía de Un mundo feliz, la famosa novela escrita por Aldous Huxley en 1932. Una supuesta sociedad del futuro dominada por los avances científicos y tecnológicos donde el soma, una droga gratuita que como el chocolate se encuentra en todas partes, cura las penas pero al mismo tiempo anula las emociones básicas. 

Esos auriculares, esas pantallitas, se han empezado a convertir en dispensadores de soma. Tanta gente y tantos tan solos. Algunos llevarán, muy a su pesar, semanas enteras sin hablar con un amigo, algo terrible en una sociedad como la nuestra, tan necesitada de los otros. 

Me da pena porque yo también estoy enganchado. Como dijo el genial Borges, "tu ausencia me rodea / como la cuerda a la garganta".