Por todos es sabido que no lo tuvo fácil aquel niño que con libros en el zurrón salía a pasear las cabras que su padre, autoritario e intolerante, avergonzado de que su hijo quisiera ser poeta, le había impuesto. Un padre difícil del que recibió algún que otro golpe por leer y escribir en una casa en la que aquello estaba casi prohibido: el propio Miguel, en una carta a su esposa, le pide que sea cuidadosa con su hijo, ya que cree que sus propias migrañas son consecuencia de los golpes en la cabeza que le daba de niño su progenitor.
Sin embargo, aquella romántica visión del poeta analfabeto que durante años se transmitió como real no era del todo cierta, y algunos biógrafos del poeta así lo han señalado: tuvo formación, y aunque no demasiado larga, sí considerable para la época. De hecho, asistió a un buen colegio. El alto y observador Miguel, nacido en Orihuela el 10 de octubre de 1910, ya entonces despuntaba como una mente inquieta y elevada y como alguien capaz de sobrevivir a la diferencia de clase con dignidad, altura y sin complejos.
Una diferencia marcada y enmarcada por sus míticos pantalones de pana y alpargatas, que lo separarían de alguno de los miembros de su admirada Generación del 27 (conocidas son sus enemistades con Lorca, Cernuda y Alberti), pero que también le permitirían llegar a todos con Viento del pueblo (1937). Nadie como él, ‘puro pueblo’, para llegar al pueblo.
Todo por un sueño
Su primer viaje a la capital, en 1931, fue tan duro que casi cualquiera hubiera desistido del sueño. Ya no sólo era luchar contra la dura oposición del padre o un oficio que odiaba, era pelear contra la falta de recursos (a Madrid vino con lo que sus amigos de su pueblo recolectaron para él), la falta de trabajo y de apoyo. Llegó incluso a pasar noches a la intemperie y a tener que recurrir a sus amigos de Orihuela para pagar el billete de vuelta; una vuelta que lo llevó a conocer la primera de las trece prisiones por las que habría de pasar. Iba el poeta sin identificación en el tren y por ello lo detuvieron y lo llevaron a la cárcel. En aquella primera ocasión el asunto se resolvería rápidamente, pero en las siguientes, su suerte habría de ser muy distinta.
Fue Hernández, pese a las trabas que desde niño había conocido, un hombre sin rencores, y bastante más inteligente de lo que se ha podido llegar a creer. De hecho, y a pesar de lo poco que le gustaba aquella asociación inicial de poeta cabrero, aprendió a sacarle rendimiento. Todo por un sueño.
Tampoco guardó rencor a su idolatrado Lorca. Y razones no le faltaron. "Seamos claros: Lorca no soportaba a la gente mal vestida", señala José Luis Ferris, autor de Pasión, cárcel y muerte de un poeta (Temas de Hoy). Pero más allá del atuendo, había otros motivos: "Miguel siempre se convertía, por su gracia innata, en el epicentro de toda reunión", añade Ferris. Se colocaba donde antes estaba Lorca.
Lorca era para Hernández lo que él soñaba para sí: un dramaturgo que vivía de sus obras de teatro. De hecho, en su segundo viaje a Madrid (1933) confiaba sobre todo en su suerte como autor teatral. No pudo ser, su éxito no vendría por el teatro, pero su destino fue el soñado por muchos de aquella generación, que escribieron la mejor poesía de la Europa del momento, pero cuyo origen burgués les hacía muy difícil serlo: el verdadero poeta del pueblo.
Poeta del pueblo
Aquí está su gran aportación a la Historia de la Literatura: sin renunciar jamás a una calidad literaria altísima, de metáforas complejas, supo llegar a todos. En aquella España desolada y casi analfabeta, Hernández dio voz en Viento del pueblo (1937) a quienes, como él, sufrían, luchaban y perdían a sus seres más queridos. "Él supo pasar del yo al nosotros, al vosotros", cuenta con emoción su biógrafo.
Y como poeta del pueblo o, para ser más justos, como hombre comprometido con el pueblo, murió. No dio marcha atrás: no dudó en no reconocer el Régimen, no se retractó, como le pedían, de sus "poesías subversivas". Y el Régimen no quiso trasladar a un muy enfermo Miguel de la cárcel a un hospital cuando aún había tiempo.
El soldado poeta, incorruptible, moría (28 de marzo de 1942) sin mancharse de los mayores defectos del ser humano. Y ocasiones no le habían faltado.
Lo que anunciaba ‘Perito en lunas’
No fueron muchos los que supieron ver en el primer libro de Miguel Hernández, Perito en lunas (1933), lo prometedor de aquellos primeros poemas, que si bien debían gran parte a los versos de sus admirados poetas del 27, también anunciaban lo que con sus siguientes obras habría de confirmarse. Fue en 1936 cuando se edita el libro que sitúa, o empieza a situar, al de Orihuela en el lugar que le corresponde: El rayo que no cesa, una intensa oda al amor; un año después llega la obra que definitivamente lo consagra, Viento del pueblo. Póstumamente se publica Cancionero y romancero de ausencias, que recoge la poesía escrita por el poeta entre 1938 y 1941.
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