Mirando al mar

No voy de Sepúlveda, pero crecí mirando al mar.
Mirando el mar del muro, cogido de la mano de mi padre mientras sorteábamos rudos héroes de épica Gran Sol. Aquél era el único mar posible –excepto los arenales– en una ciudad que los militares habían acorazado contra el oceáno. Entre la urbe y el mar, ellos.

A este lado, la vida: merluzas ciclópeas aleteando en el cemento, tormentosas arribadas de madrugada y un bar del puerto que envidiaría el mismísimo Van Damme. Aquel muro era la casa (y la bolsa) común de los coruñeses, cuando los armadores prendían habanos con billetes de mil.

Ayer regresé al puerto de mi infancia y ya nada era igual: olvidé la tarjeta de tránsito, y mis narices toparon con el listón de seguridad. ¿Adónde se ha ido el mar? ¡A paseo... marítimo, idiota!, me dirán. Promovieron el tontódromo y ahora –un-dos-un-dos– oteamos el océano como si fuera una tarjeta postal.

¿Qué marejada especulativa se fragua en el corazón del puerto mientras los que lo han condenado nos sugieren una mirada más bella al mar?.

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