Hace un par de domingos, un grupo que paseaba por la orilla, de pronto se paró delante de mi. Se alertaron unos a otros para que observaran a alguien que, según ellos, parecía ahogarse a lo lejos. Miré y a mi, la situación me parecía de lo más normal. No había olas, ni resaca. La mar estaba en calma...

La cosa es que ninguno hacía nada. Nadie llamaba al socorrista, ni a la guardia civil, ni a nadie. Se limitaban a observar y a hacer comentarios sobre cómo se ahoga la gente. En fin, acostumbrados como estamos a la televisión, parecía que estaban viendo una película morbosa. Nada más.

Se miraban esperando ver quién se decidía a dar el primer paso para buscar ayuda. Al cabo de un rato, el supuesto ahogado, ajeno a lo que había generado, comenzó a nadar hacia la orilla. Salió del agua, pasó entre ellos y se tumbó en la toalla, junto a mi. Era mi marido.

Pues ¿Qué creéis que pasó? Los observadores-salvadores de vidas empezaron a quejarse y a hacer comentarios porque habían estado perdiendo el tiempo. Al final “el tío no se ha ahogado”, decían “¡Se ha burlado de nosotros!”. “Todos aquí creyendo que...”

A veces, los turistas que en sus lugares de origen no tienen mar, no se hacen a la idea que en la playa se puede nadar hasta más allá de los límites que marcan el rectángulo de las piscinas.

Por otro lado me preocupa pensar sobre este hecho. Reflexiono sobre si en un caso de verdadera necesidad, seríamos capaces de estar cruzados de brazos sin buscar ayuda, esperando que otro la haga.

¿Qué queremos? ¿No es una alegría que mi marido saliera sano y salvo del agua? ¿Qué necesitamos para estar contentos?

Algunas veces es una alegría equivocarse. ¿Vale más poder contar un suceso a la vuelta de las vacaciones que la vida de un ser humano? Parece que solo nos alegran las desgracias. Esa es la cruda realidad interior del ser humano. La terrible condición humana.

Isabel Pavón Vergara (Málaga)