Hace 40 años España cumplió un anhelo: recuperar la democracia. Y lo hizo a través de una Constitución que en estas cuatro décadas nos ha dado mucho más. Con ella se hizo realidad el viejo sueño de entrar en Europa y ser como los países que entonces la componían. Con ella construimos un Estado de bienestar digno, modernizamos y descentralizamos el país y, lo que es más importante, recuperamos la autoestima colectiva.

La Constitución del 78 nos trajo progreso. Un progreso compartido, estable y duradero que nació de la letra, pero también del espíritu de nuestra Carta Magna.

Un espíritu que se impuso en un contexto difícil. A la inestabilidad del fin de régimen se sumó una crisis económica. El paro, la inflación y los tipos de interés escalaron de manera dramática, y la violencia terrorista estaba presente en el país.

Los negociadores supieron entender que, más allá de esta situación, debía imperar el deseo de libertad de la ciudadanía. Sin ese impulso desde abajo, habría sido mucho más difícil alumbrar una Constitución negociada y acordada por todas las sensibilidades políticas y todos los sentimientos de pertenencia. El espíritu de nuestra Carta Magna es ese: en nuestra complejidad reside también nuestra riqueza.

La sociedad española ha cambiado mucho desde entonces, y va por delante de las fuerzas políticas. Entre otras cosas, gracias a la Carta Magna del 78. Hoy, por ejemplo, sería inconcebible que no hubiera Madres de la Constitución, además de Padres.

Aunque muchos de los retos que afrontamos tienen que ver con los del 78, otros como el cambio climático o la revolución digital nos obligan a ser audaces. Los que creemos en la Constitución del 78 y valoramos lo conseguido hasta ahora, queremos que siga siendo la herramienta de progreso que ha sido.

Para dar voz a esa España real que ya existe, para cohesionar social y territorialmente nuestro país, somos partidarios de una reforma de la Constitución. Con el mismo espíritu que inspiró la del 78, y con la convicción de que reformarla es reforzarla.