El Rey, en Ceuta y Melilla

Es inexplicable que el jefe del Estado no hubiera puesto el pie en Ceuta y Melilla, dos ciudades españolas con estatus de Comunidad Autónoma, conforme a la transitoria quinta de la Constitución de 1978. La excusa de no molestar al vecino no es plausible, no cabe excepcionalidad. Ciento cincuenta mil españoles viven en ambas ciudades desde siempre, en convivencia compleja con decenas de miles de vecinos marroquíes que diariamente pasan la frontera para trabajar y comerciar en ambas ciudades. Las visitas del Jefe del Estado, como la del presidente del Gobierno y los miembros del mismo, deberían ser frecuentes, normales, sin excepcionalidad. Además de razones históricas, el argumento más contundente es la voluntad presente y futura de los ciudadanos que allí viven y otorgan el carácter de Ceuta y Melilla. La protesta del Gobierno marroquí es de oficio, inevitable dada su posición emocional respecto a ambas ciudades. Otra cuestión es cuántos pasos más pueden dar, además de protestar. Sospecho que ninguno salvo que una situación interna de desesperación o española de fragilidad (como ocurrió con la marcha verde sobre el Sahara) les coloque en una tesitura límite, que debe estar  prevista. Ceuta y Melilla son territorios de frontera en conflicto, lo que requiere inteligencia y recursos. Las renovadas vallas que separan los territorios  acreditan ambos requisitos. Valla inevitable, eficaz sin ser dañina, evidencia del problema, pero también paliativo de otro mayor.

Esta semana los Reyes reciben las llaves simbólicas de ambas ciudades, como prueba de la singularidad de la visita. Pero así se tumba el mito de la imposibilidad de la visita, de su impertinencia, así se cancela la excepcionalidad. Una visita al año revelaría normalidad. La que debe existir entre Marruecos y España, por diferentes que sean. La inevitable vecindad obliga.

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