Una comparación con los países de nuestro entorno muestra no sólo que se gasta poco, sino que se ha ido gastando cada vez menos, y la tendencia continuaría de no ser por los compromisos de inversión que requieren proyectos como los del desarrollo del carro de combate Leopardo, el avión de combate europeo EF-2000 o el avión de transporte A400 –donde participa CASA–, los submarinos S-80 y las fragatas de la serie 105 –que darán carga de trabajo a Navantia–, o los nuevos helicópteros NH90. Se podrá estar a favor o en contra de elevar las partidas militares, pero es evidente que el objetivo de este Gobierno –y del anterior– de hacer de España la octava potencia mundial y asumir una participación activa en la resolución de conflictos y en el mantenimiento de la paz se compadece poco con unos gastos en Defensa que representan una quinta parte de los de Reino Unido o Francia, o un tercio de los de Italia. En resumen, que es imposible estar en misa y repicando. Es ya una constante que España sea, junto a Luxemburgo, el miembro de la OTAN que menos presupuesto dedica a sus Fuerzas Armadas en relación a su nivel de renta, de manera que el viejo sueño que ya tenía Narcís Serra, cuando era ministro de la cosa, de que el gasto militar alcanzara el 2% del PIB –una constante recomendación de la OTAN– lo seguirá siendo por mucho tiempo. En estos momentos es ligeramente superior al 1,2%.
Sobre el papel, los españoles somos partidarios de participar en misiones internacionales de paz (un 84,7%, según la encuesta del CIS ya citada), pero el entusiasmo se desvanece cuando vienen mal dadas, como lo prueban los sucesivos estudios de opinión realizados por el Real Instituto Elcano, un ‘centro de pensamiento’ surgido a iniciativa del Ministerio de Asuntos Exteriores. En su barómetro de junio, tras la sensación de peligro creciente para las tropas, un 51% valoraba ya negativamente la presencia en Afganistán y Líbano.
En marzo, sólo un 4% era partidario de aumentar el contingente. Por eso, nuestros políticos suelen tratar de enmascarar las acciones militares y hablan de amor cuando quieren decir sexo, o lo que es lo mismo: de enviar soldados a zonas hortofrutícolas de Irak, como si se tratara de ir a cosechar tomates en vez de a una invasión, o de misiones de paz cuando se trata de actuar en una guerra. Y como ahora resulta que el Ejército es una ONG vestida de caqui se imponen a los fallecidos condecoraciones con distintivo amarillo y no rojo, que es lo que correspondería, porque no se puede morir en batalla cuando se niega que la batalla exista. Dentro de este quiero y no puedo en el que se ha convertido la política de Defensa se imponen criterios que sólo pueden entenderse desde el camuflaje. Tal es el caso del límite de 3.000 solda-dos que pueden ser destinados a misiones en el exterior, una barrera que responde a criterios políticos y electorales. Si fuera necesario enviar a 5.000 por motivos de seguridad nacional, ¿dejaríamos de hacerlo? ¿No sería más razonable que la asignación de efectivos respondiera a la necesidad y no al establecimiento de una cifra arbitraria?
La del Líbano, donde han muerto nuestros soldados, es una operación arriesgada, como se ha encargado de proclamar desde un principio el ministro Alonso. Posiblemente sea la más justificada de todas en las que participa España ya que, además de contar con el paraguas de la ONU, se desarrolla en una zona de indudable interés para la política exterior española. El verdadero debate tendría que trascender de los dichosos inhibidores, que tampoco hubieran salvado la vida de los soldados si les hubiera estallado una mina antitanque. Si queremos jugar a ser una potencia mundial tendríamos que empezar a llamar a las cosas por su nombre y a dedicar más recursos al Ejército. Pero puede que ése sólo sea el deseo de quienes nos gobiernan.
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