Muere Günter Grass: el escritor que hizo de su vida, su culpa y su compromiso una gran obra

  • "No tengo miedo a la muerte", solía decir el autor de 'El tambor de hojalata', fallecido hoy, 13 de abril.
  • Hace apenas un año confesó que no podría escribir más novelas, pero sí siguió creando: dibujaba y escribía poemas.
  • Polémico por sus confesiones (de joven fue de las SS) y por sus condenas a Israel o a Merkel, era padre de ocho hijos.
  • LISTA: ¿Cuál es su mejor obra?
El escritor Günter Grass
El escritor Günter Grass
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El escritor Günter Grass

No era la muerte la enemiga que más temía Günter Grass; era la demencia lo que lo aterraba, convertirse en lo que él denominó "una carga" para su familia.

Así lo expresaba el escritor alemán, fallecido este 13 de abril en una clínica de Lübercker, a los 87 años. Poco antes, apenas hace un año, había declarado que le sería imposible escribir otra novela, el género que le hizo ese inmenso hueco en la literatura cuando publicó la primera, El tambor de hojalata, en 1959.

Con aquella novela, una historia sobre la Alemania de su infancia (y la de toda una generación que ha vivido con la culpa constante y difícilmente redimible), el alemán captaba todas las miradas. Desde ese momento no se apartarían de él jamás. La fusión de lo real y lo imaginado darían la nota de unión a toda su narrativa de ficción.

"Viviré con la culpa los años que me queden"

Nacido en Dánzing (actual Gdansk) el 16 de octubre de 1927 sus inicios en la escritura fueron en el teatro, pero la narrativa fue la que le dio el lugar. A los 32 años le llegó el gran (aunque en su caso siempre han sido agridulces sus logros) momento: publicaba El tambor de hojalata.

Después vendrían El gato y el ratón (1961) y Años de perro (1963), que junto a El tambor conformarían la Trilogía de Dánzing. Entonces ya su influencia y posición en las letras era la de un gigante. Era la voz ácida, crítica, dura, y también cargada de culpa, que metía la navaja en la llaga alemana. El pasado inmediato, Hitler y el Holocausto, eran su centro, su pilar y su condena.

De hecho, no hubo manera de que una parte del mundo lo juzgara como escritor. Inevitable que varios ojos se centraran en la persona que a los 15 años quería enrolarse voluntariamente en las SS. No importaba su tono, su obra, sus letras; no importaba la culpa que él mismo sabía (y lo decía una y otra vez) que jamás lo abandonaría.

A los 17 años fue cuando entró en las SS como auxiliar de artillería, en la primera tentativa fue rechazado por la corta edad, la segunda vez ya no fue como voluntario, lo llamaron a filas y el escritor, entonces un joven desgraciadamente fascinado (él así lo escribió) por el poder, se alistó.

El propio Grass lo reconoció en los años sesenta, cuando dejó salir ese pasado que le cargaba las espaldas de culpa y que lo dejaría grabado años después en su obra más polémica: Pelando la cebolla. Fue todo lo explícito que se podía ser, pese a los juicios que se avecinarían y se avecinaron. El revuelo, sin embargo, superó lo que podía esperar quien no había ocultado aquel episodio de su vida, esos meses en las SS que le costaron más de 80 años de carga, responsabilidad y la perenne necesidad de pedir perdón.

La ferocidad de los ataques que tras Pelando la cebolla recibió nunca serían comparables a la honestidad y dureza del juicio propio del alemán: "Es verdad que durante mi adiestramiento en la lucha de tanques, que me embruteció durante el otoño y el invierno, no se sabía nada de los crímenes de guerra que luego salieron a la luz, pero la afirmación de mi ignorancia no podía disimular mi conciencia de haber estado integrado en un sistema que planificó, organizó y llevó a cabo el exterminio de millones de seres humanos. Aunque pudiera convencerme de no haber tenido una culpa activa, siempre quedaba un resto, que hasta hoy no se ha borrado, y que con demasiada frecuencia se llama responsabilidad compartida. Viviré con ella los años que me queden, seguro".

Reconoció que su mujer, "gracias a Ute, esta mujer admirable que me acompaña", había sido la pieza clave para no hundirse en el diluvio que le cayó encima tras la autobiográfica novela en la que contó con todo detalle su pasado. No era la primera vez, pero sí la vez más explícita. Tras aquella obra vino el poemario Payaso de agosto.

No fue sin embargo obstáculo la culpa, el pasado, la crítica para que se mostrara crítico cuando así lo requería su sentido de la moral. De hecho el autor que en 1999 se hacía con el Premio Nobel y el Príncipe de Asturias no hace mucho que daba 'guerra'. No dudó el criticar a Angela Merkel y en 2012 Israel lo declaró persona non grata. Su poema Lo que hay que decir no fue muy del agrado: en él señalaba a Israel como responsable de poner en riesgo la paz del mundo. Israel le prohibió la entrada al país.

En diciembre de 2013 fue el uno de los 560 autores de 81 países que firmaron el manifiesto para condenar los programas nasivos de espionaje desvelados por el exanalista de la NSA Edward Snowden, para quien además exigió a Alemania asilo político.

Su compromiso iba más allá de cualquier juicio, acaso porque quien vive con la culpa y la responsabilidad que él vivió se siente en la obligación de no dejar caer los brazos y desviar la mirada. Prueba de su pensamiento y su fuerte sentido de la responsabilidad son obras como Alemania, una unificación insensata o Malos presagios.

"Todo lo hice por mi madre y ella no lo pudo ver nunca"

Helena Grass (1898-1954) fue vital en la vida y en la obra del autor. Tanto que su muerte, según Günter, fue lo que hizo posible una de sus grandes novelas, El tambor de hojalata. Católica de origen polaco y responsable de que su hijo creciera como católico, burguesa fascinada por el arte, llevaba sin embargo una tienda (poco romántico para una mujer como ella). A Helena se debe la atracción del escritor por el dibujo, algo que hizo hasta el final de sus días. Cuando ya no escribía novela, aún le quedaba el dibujo.

El propio Grass contaba hasta qué punto fue relevante en su vida: "Ella guardaba en una maleta cosas de tres hermanos suyos que ya habían muerto, dos en la primera guerra y el tercero a consecuencia de lo que entonces llamábamos gripe española. En esa maleta estaban tres proyectos vitales que no se acabaron de realizar. El primero quería ser poeta... El segundo tendía hacia la pintura... ¡El tercero quería ser cocinero! Y para mí esta idea de unas vidas no vividas me ha acompañado el resto de mi vida...".

Hasta la cocina, ese deseo truncado por la muerte, tuvo espacio en la literatura de Grass. En la novela El rodaballo (1977) está toda lo que Grass sabía de los fogones. "Todo lo hice en memoria de mi madre y ella no lo pudo ver nunca..."

Otro cantar fue su padre, el protestate alemán Willy Grass (1899-1979), con quien tardó casi una vida en mantener una buena o al menos una sana relación. "Para mí él era un ser extraño, y yo para él también lo era. Sólo cuando ambos teníamos muchos años nos hemos acercado mutuamente, y nos hemos tolerado de forma amistosa. Nunca leyó un libro mío, pero se mostraba orgulloso de mis libros, del éxito que tenía. Lo más gracioso es que decía que siempre había tenido fe en mí. Y no le quité esa creencia".

Tan ácido como para no exculparse ni siquiera como padre, tenía ocho hijos (seis de él y dos de su mujer), también esa parte de su existencia está en su literatura, en su última obra: La caja de los deseos. Una novela, pero como siempre, con mucha verdad. O la verdad que él consideraba, porque al juicio que se hacía, "un padre incapaz", deberían acaso responder sus hijos.

"Yo mismo me llamo padre incapaz, deficiente. Es muy lógico que, siendo padre de ocho hijos distintos, de madres diferentes también, a pesar de todo el amor, la simpatía, de las relaciones cariñosas, esta sensación de que soy un padre incapaz o deficiente aparezca una y otra vez..." La escritura fue hasta el final el espejo frente al que no se ocultaba Grass, y con ello al mundo, ni media arruga.

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