SOS en las colmenas de la Tierra

Un zumbido de alarma recorre el globo.
Un zumbido de alarma recorre el globo.
HUGO FERNÁNDEZ
Un zumbido de alarma recorre el globo.

Esta es la crónica de una matanza silenciosa. La muerte de miles de individuos caídos en las trincheras del polen; envenenados, hambrientos, desorientados, sin capacidad para regresar a casa. Anuncia el declive de una sociedad compleja, definida como antófila (que ama las flores). Constata el daño esencial para la colmena Tierra. Es por ello un referéndum biológico. La elección entre dos futuros distintos. Esta es la crónica de la muerte de las abejas.

Por un lado tiene el futuro con ellas y, por el otro, el mundo sin su protección. Dos postres elaborados por chefs de la Universidad de Barcelona. Un dulce apetitoso, de color miel. El otro, una masa gelatinosa, de colores blancuzcos y amarillos, extraída de aceite de maíz y azúcar, y servida en un cenicero. Uno ha sido creado gracias al efecto polinizador de los insectos.

El otro, sin ellos. “¿Qué futuro esperas?”, pregunta Zack Denfeld a los curiosos asistentes de esta perfomance organizada por el proyecto Abejas Urbanas, agrupados cual enjambre en el casco viejo de Barcelona. “Al paso que va todo, voy a elegir el cenicero”, esgrime una mujer de mediana edad. Ha escogido ‘muerte’.

La elección del cenicero no es casual: se cree que gran parte del declive de estos insectos se debe al uso de los pesticidas del género neonicotinoides, cuyo componente parte de la nicotina; la UE acaba de prohibir tres de ellos, aunque solo de un modo temporal y parcial. Los ecologistas denuncian que aún se utilizan 319 tóxicos con impunidad en los campos agrícolas.

La señora ha elegido un futuro sin manzanas, calabacines, sandias, miel, almendras... Un futuro con un tercio de la alimentación extirpada del mapa culinario. Sin muchas flores. Un lugar desnaturalizado. Un planeta demediado. Un mundo sin insectos polinizadores. La gran crisis, la auténtica. “Pero tenemos que elegir el postre con las abejas, ¡cómo podría existir el mundo!”, responde otra mujer antes de llevarse a la boca un dulce elaborado con miel y almendras. Vote polinizadores.

Las abejas llevan décadas cayendo como el escuadrón de defensa de la Tierra que es bombardeado por una armada invisible. Sobreviven desorientadas en este pozo químico de la producción agrícola industrial, y están siendo de las primeras en sentir ese galopar de Atila que en romano llamaremos cambio climático. Son víctimas de la globalización, e indirectamente de nuestra codicia. A veces nacen deformes, otras caen al suelo con la lengua fuera o simplemente desaparecen escenificando una versión micro del Apocalipsis (etimológicamente, del griego, revelación). Libar y morir.

Mucho se ha especulado sobre este misterio, que puede considerarse una epidemia desde 2006 en algunos países, como en Estados Unidos. Demasiados sospechosos habituales que -ahora sabemos- actúan en cooperación necesaria, como un sindicato del crimen: pesticidas, monocultivos, cambio climático, parásitos, especies invasoras, deforestación, pérdida de sus hábitats, virus o hambrunas...

Algunos informes estiman que han disminuido su producción en un 50% en las últimas décadas. En Estados Unidos han llegado a perder hasta la mitad de su cabaña apícola, con unas tasas de mortalidad altísimas. Un descenso de población que las azota en todo el globo, según el Programa de Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA). Su propio Chernóbil, especialmente en las zonas de cultivos frutales.

Lo llaman el síndrome de despoblamiento de las colmenas. Hablan de efectos mortales, crónicos. Lo tildan de salvajada, matanza, incógnita, presagio... Apicultores y científicos están alarmados. Las administraciones públicas y parte de los agricultores dicen estar concienciados. Pero siguen cayendo...

Querida obrera, ¿recuerda lo que decía el  viejo proverbio chino sobre el aleteo de una mariposa que produce un huracán en el otro lado del globo? Si dejara de producirse ese aleteo sería infinitamente peor, tendríamos que remontarnos a los cataclismos prehistóricos para encontrar modelos de supervivencia... Y el coste económico, incalculable. “No quiero imaginarme el mundo sin ellas. Este es un planeta hermoso gracias a su biodiversidad... es muy difícil evaluar los daños, pero nos veríamos profundamente afectados, todo el engranaje depende de su servicio biológico”, explica Luís Ferreirim, de Greenpeace.

Existen entre 25.000 y 30.000 especies de abejas en el mundo. Muchas desaparecerán sin que las hayamos conocido. El problema no afecta solo a las melíferas -respaldadas en su supervivencia por la producción comercial de la miel-, sino especialmente a las silvestres, que mueren sin ayuda, como aborígenes improductivos olvidados en sus reservas.

La humanidad depende en gran parte de ellas y de otros polinizadores, como los abejorros o las mariposas. Según la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza, el 24% de los abejorros europeos (68 especies) se encuentran en extinción, y el 42%, tocado. Solo en Europa el 84% de 264 cultivos dependen de la polinización animal.

Ayudan a la formación y engrandecimiento de nuestros frutos (se estima que aumentan su rendimiento en un 75%), a la polinización indispensable de árboles y plantas, a aumentar el número de las semillas que podrían salvarnos en caso de recesión biológica. Su desaparición implicaría un proceso de no retorno. Una muestra de ello es que, para recuperar el oso y el urogallo, se están empezando a utilizar unidades móviles de abeja melífera para que aumenten las poblaciones de arándanos y evitar así las hambrunas de estos amenazados animales en la Cordillera Cantábrica. Todo está interconectado.

Estimada reina, ¿ha probado alguna vez una fresa disforme? Piense en la última vez que vio un abejorro volar libre. ¿Quién polinizará los campos? ¿Quién hará el sexo de las flores? Qué futuro escogemos... “No se trata del declive de los polinizadores, se trata del declive de todos. El 70% de los cultivos españoles dependen en gran medida de su trabajo. El 90% de la flora silvestre subsiste por ellas, ¿vamos a polinizarlos manualmente?”, se pregunta Ferreirim.

Sienta su zumbido, observe el vuelo de estos insectos magníficos, véalos caer... Si continúa la matanza, será un pésimo augurio que nos recordará que estamos perdiendo la guerra climática. Piense en sus hijos y en lo que comen. En el futuro de nuestra especie... de las especies. “Son el mejor amigo del hombre, nos dan mucho más que el perro”, ironiza el biólogo Enrique Simó, de la Agrupación de Defensa Sanitaria Apícola, Apiads.

Pequeños seres de organización compleja, y que algunos teóricos comparan con la nuestra. Obreras gratuitas y generosas, perseverantes trabajadoras (una abeja desarrolla multitud de tareas a lo largo de su corta vida). Son nuestras centinelas climáticas, siempre en guardia. “Yo no tengo ninguna duda de que todo se debe a los pesticidas, especialmente los neonicotinoides. Un estudio que realizamos en las zonas de cítricos de Valencia es concluyente al respecto”, explica Simó.

Describe el área como un “territorio comanche” donde las han visto caer de 500 en 500, alfombrillas de muerte. Los insecticidas ponen sus sistemas de defensa al límite y así se ven afectadas por el resto de factores, según este grupo de biólogos que ha investigado la epidemia. “Esto no es una cosa de unos tíos vestidos raro y que llevan fumarolas. Es la supervivencia común lo que está en juego, pero soy optimista, llevo diez años luchando, y empezamos al fin a concienciarnos”, concluye Simó.

El impacto de los pesticidas

Empresas como Bayer o Syngenta, comercializadores de estos insecticidas, realizan informes por su cuenta, publican webs y presionan a las autoridades políticas alegando que el declive se debe a otros factores (“No se ha demostrado en diez años que sean inseguros”). Aluden a amenazas como la radiación electromagnética o los parásitos, la desnutrición y el estrés, algo que para los ecologistas no resta veracidad a que uno de los principales culpables sigan siendo estos pesticidas.

Estimado zángano: si tiene ahora ganas de imaginar, recree un ejército de desarrapados realizando manualmente la polinización de los campos, en un planeta en el que han desaparecido tantos alimentos y en donde la producción se encuentra en manos de unos pocos privilegiados. Ya ocurre en China, en la región de Maoxian de Sichuan, por ejemplo, donde la contaminación ha diezmado a los insectos. Haga los cálculos: una colonia de abejas con 25.000 individuos (pueden llegar hasta los 80.000) es capaz de polinizar hasta 250 millones de flores al día. ¿Cuántos humanos con escaleras necesita?

En países como Estados Unidos, donde los monocultivos industriales tienen extensiones ciclópeas, es necesario el traslado de abejas provenientes de miles de kilómetros de distancia para polinizar. El alquiler de colmenas se ha convertido en un elemento crucial para la agricultura industrial. “Actualmente la supervivencia de las colonias de abejas es demasiado baja para garantizar la demanda de polinización”, admite un informe del Departamento de Agricultura de EE UU. Los monocultivos tienden a extinguir a los polinizadores autóctonos, al eliminar el resto de flora adventicia y espontánea -tan necesaria para su alimentación- y al estar bañados o inoculados (desde la misma semilla) con potentes pesticidas. Los transgénicos, que actúan como especie invasora, también las expulsan. El gigante comercial de los transgénicos Monsanto está planteando el uso de abejas robóticas para la polinización y en Harvard se están desarrollando los primeros prototipos.

En España, donde contamos con una de las principales cabañas apícolas de Europa y somos el segundo exportador de almendra, la mortalidad ha aumentado entre un 20 y un 40%. El mal crece en determinadas áreas y la transhumancia es una obligación por la escasez de alimentos naturales.

Los apicultores van siguiendo las campañas de floración de los cultivos. “En Murcia hay familias de apicultores en la ruina, con pérdidas de hasta 900 colmenas. Estos últimos cuatro años están siendo horribles, se calcula que hemos perdido 4.000 abejares, sin contar las silvestres”, explica Carlos Zafra, veterinario y apicultor. Hablan de masacres en la zona del noroeste. Afirman que las temperaturas son cada vez más extremas y que se usan pesticidas tóxicos, que son los más baratos. Los ecologistas añaden que parte del problema podría evitarse si se utilizaran los pesticidas menos nocivos del mercado y se iniciaran políticas para extender la agricultura ecológica en todo el país.

Las especies invasoras están conquistando a su vez los terrenos de este animal territorial, que no duda en dar su vida como sacrificio a la colmena. La varroa destructor es un acárido proveniente de Asia (una garrapata que se nutre de su hemolinfa). Llegó en 1984 y no ha podido ser erradicada. Se considera el sida de las abejas.

Hay hongos parásitos, como la nosema ceranae. Y destaca la recién llegada, la avispa asiática: este enorme depredador sobrevuela las colmenas haciendo que las obreras no salgan y mueran de hambre o sed. “Es como si un francotirador las esperara en la puerta”, explica Josep María Clarià, apicultor y portavoz del sindicato catalán Unió de Pagesos.

La especie está instalada en Cataluña, una región en la que el 25% de sus cultivos dependen de las melíferas. Y los pronósticos de su extensión son exponenciales. “En Asia las abejas han desarrollado sistemas de defensa contra la avispa, pero aquí no tendrán tiempo para esta adaptación”, añade Carlos Zafra.

¿Qué más podemos hacer?

"Todo esto está suficientemente denunciado”, asegura Clarià. Los apicultores como él están obligados a alimentarlas manualmente, cuando hace años solo se les proporcionaba este extra en momentos críticos.  Visitamos su cabaña apícola, en Sant Antolí (La Segarra, Lleida). Hermosos campos de trigo segmentan las montañas recordando los perfectos hexágonos de los panales.

Las abejas nos reciben con su animosa rutina: somos intrusos, elementos extraños en la cabaña. Y responden con constantes ataques cuando trasteamos sus nidos. El traje de protección cobra aquí la importancia de una escafandra de astronauta. Y así las observas: todas juntas, defendiéndose, traficando, alimentando a sus crías y a la reina... una vida basada en la colectividad, en la eficiencia, en la producción y el constante sacrificio, con sus sistemas antiincendios (mueven las alas al unísono e hidratan la colmena), sus hospitales, servicios de limpieza, sus ordenados atascos en la piquera (puerta de entrada), sus guarderías...

Construyendo sus dispensarios, alimentándose al percibir el humo que les lanza el apicultor Francesc Xavier Cruz, pues creen que está cerca un incendio y se preparan para un eventual éxodo. Ondulan sobre el panal. Con la danza comunican tanto el peligro como las coordenadas exactas en las que se encuentra el agua o la comida.

“Mientras puedan encontrar el alimento, siempre están haciendo miel”, explica Francesc. Tan infatigables como necesarias. Es como si hicieran acopio de víveres para una cercana hecatombe en sus cerrados búnkeres, en los que mora una reina que, con sus feromonas, identifica a la excluyente familia. Si la reina no cumple (su misión es poner huevos), la matan. Sin embargo, el acopio de alimentos no parece que pueda servirles de mucho ante los ataques químicos.

“No puedes vivir con miedo. No puedes pensar que las llevarás a un sitio y morirán envenenadas. Prefiero pensar que las llevaré a la montaña, que lloverá, que producirán mucha más miel, que estarán mejor”, reconoce Clarià. Este apicultor utiliza un concepto eucarístico, casi hermoso: límite biológico. Antes, una abeja reina duraba de cuatro a cinco años (son la casta más longeva); ahora, entre uno y dos. Mientras que las obreras, extenuadas, desaparecen a centenares de kilómetros.

Al rescate de las abejas ha aparecido un inusitado escenario que es en parte fruto de la concienciación. Se trata de las ciudades, en donde las abejas empiezan a ser nuevos pobladores, como si buscaran refugio, del mismo modo que los humanos, en cada crisis agraria. La apicultura urbana es un fenómeno al alza y, por primera vez en España, se encuentra en fase de regularización.

También la ciencia ha despertado su interés por estos fascinantes insectos. “Queremos monitorizar colmenas en las ciudades para utilizar a las abejas como biosensores. Investigaremos qué les ocurre y por qué están en declive, pero, a la vez, nos darán información acerca de si habitamos espacios con calidad de vida, ya que son animales muy sensibles a la contaminación”, explica Josep Perelló, físico y uno de los padres del proyecto Abejas Urbanas.

El colectivo Open Systems une científicos, artistas y apicultores en una organización multidisciplinar inspirada en el buen hacer social de estos insectos. Han organizado la performance en la que Zack (del Centro para la Gastronomía Genómica) nos preguntaba sobre qué futuro esperábamos.

Por su parte, colectivos como Bee Barcelona están impulsado este fenómeno de intentar recuperar espacios urbanos para las abejas. “Esto empezó como algo muy hippie y ahora está atrayendo a gran parte del sector científico e institucional. Es el mundo al revés, porque las abejas pueden encontrar refugio en las ciudades al estar menos amenazadas por los pesticidas -opina Masha Zrncic-. No se trata de salvarlas en las ciudades: se trata de concienciar”, concluye.

Querida obrera, zángano o reina... quizá a estas alturas de la crónica crea que la ciencia, los apicultores, artistas, cocineros, y organismos internacionales exageran. Diga que las abejas nos importan un pepino; hortaliza que desaparecería sin su cooperación. Alegue que hay que tener un par de nísperos para soltar estos vaticinios; no quedarían cítricos. Y ahora que está a punto de fumigar su plantita, piense en el aleteo de la mariposa y en el tormentón que puede estar generando.

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