Eva Belén Abad: La hija debajo del brazo

  • Eva Belén Abad Quijada. 30 años. Sus restos fueron esparcidos en su rincón favorito de niñez: la ribera del río Bronco (Cáceres). La familia plantó un rosal y un sauce. Murió en el tren que explotó frente a la calle Téllez a las 7:39 del 11-M.
  • “De manos limpias, nada. Las llevan manchadas con la sangre de nuestra hija” , Ponciano, su padre.
Eva Belén Abad.
Eva Belén Abad.
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Eva Belén Abad.

Retrato de Eva: un sol en la paletilla, un símbolo tribal en el antebrazo, una mariposa en la rabadilla, ideogramas chinos en la pierna, varios piercings. Tatuajes y henna, un tinte de pelo cada mes. Bajita y sonriente. Chateadora impenitente y peligrosa con el teléfono. Mimosa y todo corazón. En un montaje que le hizo un amigo fotógrafo, Eva Belén Abad Quijada (30 años) sonríe ante un mar trucado. Está guapa y brillante. Sus padres, Ponciano (51) y María José (54), la siguen viendo así a través de las lágrimas.

De nada vale la asepsia del periodismo en esta casa de Coslada. Cuatro pisos sin ascensor, miniaturas de trenes en las estanterías –Ponciano trabaja en Renfe desde 1967– y toda la honradez del mundo en el pequeño salón acabado de fregar. Tras los sesenta minutos de conversación, son ellos quienes inician el abrazo.

–Vuelve cuando quieras. Ésta es tu casa, dice el padre, que hoy tiene un día negro, de mirar al reloj y, en cada golpe de manecillas, encontrar una omisión, es decir, un motivo para llorar.

María José lleva una cadenita dorada con un colgante en el que ha esmaltado una foto de Ana Belén. Su niña era la favorita de la familia. No por ser la mayor de cuatro hermanos dejaba de ser la más vulnerable. No tenía carácter para hacerse valer como primogénita y cuando algo salía mal, se atribuía la culpa. Incluso cuando rompió, hace dos años, con un hombre que le hacía la vida imposible, se consideró responsable.

–Le gustaba vivir a su manera, pero en el fondo era tan inocente que no veía maldad en nadie. Siempre decía “a lo mejor soy yo quien no se ha portado bien”, recuerda María José, empleada en la empresa de limpieza de la aeronáutica Casa.

Como si la mansa Eva fuese la protectora de los demás, desde el 11-M sus hermanos se sienten a merced de algún tipo de mal sortilegio: Alberto (28) estuvo veinte días escayolado porque descargó un rabioso puñetazo contra la pared cuando recibió la confirmación de la muerte; el marido de Silvia (27) ha sufrido dos severos cólicos renales, y a David (23) le duele sin freno la cabeza.

–Él dice que es un catarro, pero todos sabemos que no es eso..., dice la madre.

Eva Belén vendía lotería desde hace nueve años en la administración de la estación de Chamartín. Nunca repartió premios gordos, pero estaba satisfecha del contrato fijo y tenía ambiciones conectadas con su gran pasión, el cine: estudiaba maquillaje y, al terminar, empezaría con un curso de efectos especiales. El día anterior a su muerte había trabajado por la tarde y se sentía cansada. Se fue pronto a cama (“mañana madrugo”, dijo). Salió de casa a las 7.10. Ponciano se levantaba en ese momento. Desde la puerta, ella le ofreció una sonrisa y un “hasta luego, papi”.

En el tren, como siempre, se colocó en su sitio preferido, la espaciosa plataforma. Cerca de ella había una bomba. Pero no fue el trayecto mortal el último acto de esta chica buena. El domingo 14 de marzo, su familia la llevó a votar. Todos se presentaron en el colegio electoral con la urna y las cenizas recién incineradas bajo. La madre no pudo evitar, en un rapto de sentido común, arrojar a la papelera las papeletas de ya sabemos todos qué partido político. Nadie se atrevió a decirle nada. Sólo faltaría. Ponciano lo explica:

–Eva quería votar para evitar lo que pasó, para decir que meternos en la guerra contra nuestra voluntad no era justo. Ella no pudo evitarlo, a ella se la llevaron, pero allí nos presentamos, con mi hija debajo del brazo.

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