Carlos García: La clave de Carlos

  • Carlos García Presa. 24 años. Trabajaba en el Instituto de Comercio Exterior desde hace menos de un año. Era un chico reservado, pero le encantaban Mortadelo y Filemón. Murió en el tren que explotó en la estación de Atocha, a las 7:39 del 11-M.
  • “Cuando salía de noche, siempre le esperaba despierta. Parece que me estaban diciendo que me lo iban a quitar”, Maribel, su madre.
Carlos parece con su padre, Teodoro, en 2001. Acababa de licenciarse en Administración y Dirección de Empresas.
Carlos parece con su padre, Teodoro, en 2001. Acababa de licenciarse en Administración y Dirección de Empresas.
20minutos
Carlos parece con su padre, Teodoro, en 2001. Acababa de licenciarse en Administración y Dirección de Empresas.

Todos tenemos alguna vieja lata bajo el rodapié, un depósito de tesoros particulares. La clave cifrada para acceder al territorio reservado de Carlos García Presa (24 años) se fue con él.

Sus padres no saben ahora cómo entrar en el laberinto tecnológico del ordenador del hijo muerto, configurado mediante una contraseña para tener un solo dueño. Teodoro García (66) y Maribel Presa (54), leoneses del valle del Órbigo, enseñan el cuarto con el orgullo de la gente decente. Allí, el reloj de los Simpson; acá, la colección de Mortadelo y Filemón y el “Rojo y negro” de Stendhal, conviviendo con los manuales de rol; contra la pared, la cama donde Carlos se tendía “a meditar”, la forma en que los reservados se trasladan al espacio exterior.

La mesa es una simple balda de pino adosada al quicio de la ventana. Sobre ella, frente al aire gris de Coslada, el ordenador casi de estreno, con su pantalla plana y lustrosa. Carlos lo acaba de comprar con pago aplazado. La primera letra “la amortizarás en marzo”, le dijeron.

–No sabemos cómo entrar ahí dentro, dice Maribel señalando el aparato al que no sabe cómo acceder.

Todas las demás claves de Carlos sí las sabe esta madre de ojos excavados en la cara: un chaval brillante y tímido; capaz de memorizar enciclopedias; ganar al padre al ajedrez desde niño; renunciar a su vocación por la Historia para estudiar, como le recomendaron por aquello de las salidas profesionales, Administración y Dirección de Empresas; sacar una plaza de funcionario público entre novecientos opositores, y atender a la abuela, que acababa de salir de una depresión y cada martes, sin una sola excepción, recibía la visita del nieto, dispuesto a quedarse toda la tarde.

Carlos era el método. No usaba reloj, pero nunca se le conoció retraso en una cita. No tenía móvil, pero a nadie falló cuando hizo falta. Lo suyo era la planificación ordenada: obligación laboral, descanso en casa y, los sábados, juerga con los amigos hasta las cuatro de la mañana. Los veranos también eran inflexibles: siempre en su paraíso cántabro en la tierra, Laredo, donde el año pasado sufrió al ver los restos de chapapote vomitados por el Prestige.

En el trabajo, el Instituto de Comercio Exterior, le daban vales de comida, pero él prefería llevar de casa los dos tupper con los macarrones con pollo, la manzana y las nueces peladas que le preparaba Maribel. Ése era su menú para el 11-M, cuando las bombas hicieron astillas la agenda rigurosa del muchacho.

Los padres, que tienen otras dos hijas, gemelas de 33 años, están ateridos en un limbo confuso. Teodoro, topógrafo jubilado, obtiene consuelo en los recuerdos de un niño que nunca quiso otros juguetes que no fuesen los Lego. Maribel, conserje de un colegio de Secundaria, no entiende casi nada, porque “esto”, como llama a la ausencia, “no se puede asimilar”. Cuando se le pide que muestre una foto de Carlos, sale del ensueño:

–Nunca en mi vida llevé en la cartera fotos de mis hijos.

Decía: ‘¿para qué las necesito, si tengo el original?’. Ahora sí las llevo. Ahora no tengo el original. El miércoles 10 de marzo, Teodoro y Maribel estuvieron en el recinto ferial del Ifema hasta tarde. Carlos les había traído del trabajo dos entradas para una muestra de muebles antiguos y decidieron darse una vuelta por allí.

Al día siguiente volvieron a ir, esta vez para esperar lo que Maribel ya sabía con casi total certeza, que su hijo estaba entre los muertos que los forenses identificaban en la morgue improvisada.

–No sé qué será de mi vida a partir de ahora, pero sé con seguridad una sola cosa, que no volveré a entrar jamás en ese lugar.

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