“¿Dejé bien aparcado el coche?”. “¿Está pagado el café?”. “¿Cuándo publicarás esto?”. “¿Qué tipo de foto quieres?”. José Luis Sánchez San Frutos (30 años) es un manojo de nervios. Acaban de darle el primer masaje relajante de su vida, pero la electricidad sigue ahí, brotando, casi visible, de su figura flaca. Los ojos, tras las gafas sin montura, no descansan en ningún sitio; las manos revolotean; la espalda se dobla, se endereza y vuelve a doblarse, como si José Luis viviese temblando.

–En fin, en fin..., repite cada dos por tres, quizá porque esa expresión vaga y abierta le permite eludir una explicación, por otra parte imposible, a la desgracia que le ha caído encima.

Con esa tendencia al romanticismo entre dramático y juguetón que resulta tan del gusto francés, Mariom Cintia Subervielle (30) llamada a José Luis “mi pobre amor” cuando él necesitaba mimos para que los nervios lo dejasen en paz. Se conocieron en 1996 y vivían juntos desde 2001 en Alcalá de Henares. Tienen una niña, Inés, que en abril cumplirá un año. Su madre la llamaba, a veces el habla tiene modos de canción, mon bijou, mi joya.

–Cada vez que cojo en brazos a nuestra hija, se me cae el alma a los pies, pero quiero cumplir todos los deseos de Mariom y que a Inés no le falte nada. La voy a llevar a estudiar al Liceo Francés. Es uno de mis objetivos. Tras la muerte de Mariom, José Luis tiene muchos objetivos: sacarse de encima de una vez las dos asignaturas que le quedan para ser abogado; dejar los trabajos de subsistencia (ahora descarga y ordena maletas en un almacén) y empezar en serio en un bufete; comprar una casa propia y decorarla, como a ella le hubiese gustado, “en plan minimalista, a nuestro rollete”; aprender francés para que Inés crezca hablando la lengua materna y, sobre todo, “vivir como Mariom, no hablar ni pensar más que en las cosas importantes de la vida”.

–En fin... Ella siempre fue mucho más madura que yo. Mariom nació en Pau, en el sur pirenaico de Francia, casi en la frontera con España. Su abuelo amasó una fortuna con el negocio de las gasolineras y sus padres se divorciaron cuando ella tenía tres años.

Viajó mucho durante su educación universitaria: Estados Unidos, Inglaterra y, porque le gustaba el talante español, terminó en la Universidad de Alcalá haciendo un curso de postgrado. En el bar de copas Puerto Mar, donde trabajaba de camarera, conoció a José Luis.

–Ella sabía escuchar. Me dejó hablar y, al poco tiempo, supo de qué palo iba. A mí me gustó esa cualidad y, claro, su cuerpo, cómo vestía, que era francesa... Vivían como cachorrillos. Mariom enloquecía con las cosquillas de José Luis. Él jugaba a ponerse celoso (“no me quieres nada”).

Ir de compras era una liturgia y un fin de semana sin objetivos la mejor de las fortunas: tirados en cama hasta que les diese la gana, retozando con Inés, que dormía, contra todas las recomendaciones de los pediatras sin alma, entre papá y mamá.

El 11-M, Mariom se levantó tres cuartos de hora antes que José Luis. Cuando él salió de cama, la encontró “super guapa, recién duchada y con el pelo lavado”. Entendió, con la certeza limpia del despertar, que la amaba con todas sus fuerzas.

–Voy a ducharme. Espérame, no te vayas sin darme un beso. Pero cuando acabó en el cuarto de baño, Mariom ya se había marchado hacia su trabajo como azafata en la Biblioteca Nacional.

–No me esperó. Se fue sin darme el último beso. En fin...