Sanaa Ben Salah: El pupitre vacío

  • Sanaa Ben Salah Imadaquan. 13 años, alumna de tercero de ESO. Nacida en Madrid e hija única de una mujer de Tánger que no ganaba lo suficiente para tenerla con ella, vivía con sus tíos en Alcalá. Murió en el tren que explotó en El Pozo las 7:41 del 11-M.
  • “Era siempre la mediadora, la que amansaba a sus compañeros más revoltosos” , José Luis, su jefe de Estudios.
Sanaa Ben Salah.
Sanaa Ben Salah.
20minutos
Sanaa Ben Salah.

De todos los objetos fantasmales que deja tras de sí la muerte (un vestido colgado de una percha, una carta a medio escribir, una entrada para el cine), quizá el más sobrecogedor sea un pupitre vacío en un aula escolar.

En la clase de 1º A de Secundaria del Instituto Juan de la Cierva, treinta pares de ojos miran el pupitre en el que Sanaa Ben Salah Imadaquan (13 años) dejó de sentarse el 11-M. “Tranquila”, dice una nota en el libro de firmas que han colocado en el vestíbulo del centro, “en tu clase no te quitamos el sitio”. Otra añade, con una errata que ningún profesor de Lengua corregirá: “No ha los muertos sin sentido”. Una tercera, con más desesperación, concluye: “Este libro no debería existir”.

Los niños del Juan de la Cierva, un centro con casi dos millares de alumnos ubicado en una avenida luminosa incluso en el topónimo, Esperanza, han madurado “de golpe y de la peor manera posible”, dice José Luis Pizarro, el jefe de Estudios. Una de las compañeras de los chicos murió en los trenes y dos profesores estaban entre los viajeros milagrosamente ilesos.

A ambos todavía les tiemblan las piernas y, de vez en cuando, se les va la cabeza hacia un lugar que los demás no podemos siquiera imaginar. El libro de dedicatorias, que será enviado a la madre de Sanaa, Jamila (35), está lleno de esa caligrafía infantil que a veces, de tan perfecta, avergüenza a los adultos.

Abundan los adjetivos que la niña morena, nacida en Madrid pero con raíces familiares en Tánger (Marruecos), parecía sementar a golpe de sonrisas: “simpática”, “alegre”, “dulce”, “generosa”. Pero uno de los homenajes, como sabiendo que la semántica es poca cosa para tanto sentimiento, se limita a una rúbrica: Alfonso. El autor (12 años) es el único alumno que ha sido expulsado del instituto en toda su historia: un muchacho rebelde y bronco que no era amigo de nadie. Excepto de Sanaa, claro. Ella, que sabía apaciguar sus brotes de rabia con una sonrisa, le ayudaba, dejándole copiar los trabajos y tareas y, cuando las cosas se pusieron feas, hace sólo unas semanas, le acompañó en la desdicha de la expulsión.

Apartado para siempre del centro por insultar y amenazar a los profesores, éstos dejaron que Alfonso entrase excepcionalmente a firmar, porque, pese a todo, también saben los chicos malos tienen derecho a un ángel. Andrea (12), ecuatoriana y amiga de Sanaa desde hace cuatro años, recuerda que la niña estaba “triste y alejada” durante los días previos a su muerte. Seguían jugando al Gran Juego, “reírnos y hacer reír a los demás haciendo el bobo”, pero a Sanaa no le gustaba, dice Andrea, tener que vivir en Alcalá de Henares en casa de unos tíos.

Prefería estar en Madrid, con su madre, una buena mujer a la que había tocado el premio de lotería de los pobres, la mala suerte: el padre de su única hija la abandonó en el cuarto mes de embarazo y todo lo que tenía ahora era un par de trabajos precarios e insuficientes para alimentar a la cría.

No hay solución ni vuelta atrás. Es fácil saberlo ante el pupitre vacío y la sensatez de la sonrisa triste y ortodóncica de Celia (12), la compañera de asiento de Sanaa (“era increíble, sacaba un dos en un examen y seguía siendo feliz”). Sin embargo, algo ha cambiado. Acaso Alfonso, el muchacho al que estigmatizan como fiera, haya aprendido a llorar por la brevedad de una vida.

Acaso tengo un sentido trascendente la conversación adolescente cazada al azar en los pasillos del instituto.

–Hay que estar informado, hay que ver los telediarios.

–¡Pero son un rollo!

–Pero no nos pueden contar más mentiras, no podemos ser analfabetas.

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