Hoy, las casas y los pequeños negocios de la calle desafían con suerte desigual el paso del tiempo. El único lugar ruidoso de todo el trazado es el bar El Diamante, una reliquia con las paredes cubiertas de licores de otra época y fotos de cristos y vírgenes y alineaciones del Málaga. Pero El Diamante vive de los desayunos, y cierra pronto. Entonces se hace el silencio, y uno se interna en ese pasillo como si estuviera en un mundo distinto del que, dos calles más allá, discurre ajetreado entre escaparates y adornos navideños hollywoodienses.
Hace unos años, el Ayuntamiento quiso lavarle la cara y sembró las paredes de faroles de diseño y versos de adorno. Los graffiteros no tardaron en aprovechar la veda que abría la autoridad local para expresarse, y hoy la travesía de la calle da para un ratito de lectura que a una le deja un sabor agridulce: comulgo más con el spray que con las letras de molde.
Últimamente hay más ruido en Pozos Dulces. Varias de las casas que cayeron, dejaron solares que ya son pasto de las grúas. Me pregunto en qué se convertirá la calle. Y qué será de nuestra memoria cuando desaparezca.
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