Tiene cuatro hijos y su mujer está enferma. Su castellano es mínimo, así que explica con signos que ella no puede mover las piernas. Luego, hace una pausa para dar de comer al gato, que siempre está con él. El animalito provoca comentarios y miradas de la gente que pasa, pero nadie echa dinero y llevamos ya un buen rato hablando.
De pronto, Nicolae se gira para mirar a un joven, asiente con la cabeza y comienza a recoger sus cosas y guardarlas en un viejo carro de la compra. «No permito –dice–. Él no permito mi aquí», chapurrea y se levanta del suelo. Al instante, ocupa su sitio en la esquina de la plaza Moyúa con Gran Vía un mendigo inglés con un perro.
Sus viejas gafas de pasta, con las patillas pegadas con celo, no ocultan la tristeza de Nicolae. Mientras le sigo a la esquina de enfrente, dice que el inglés le ha pegado alguna vez para que no ocupe ese sitio. Es la ley de la calle.
Nunca ha sido mendigo, lo es ahora por los palos de la vida. Trabajó 20 años en una fábrica de la cuenca del Danubio. Luego cayó el comunismo y se quedó sin trabajo. Llegó a buscar dinero y se marcha con los bolsillos vacíos, tras dos meses pidiendo limosna de día, y durmiendo de noche en una casa abandonada con Chini, su pequeño gato,
Sus planes se han torcido. Lo máximo que ha conseguido pidiendo todo un día son 10 euros. Buscando su suerte, las pocas veces que toca un billete, lo frota contra su canosa barba. Quiere volver a Moldavia, coger un autobús a Bucarest. A dos horas de allí está su casa.
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