Una historia inacabada

Como cada mañana salí a pasear justo antes de las diez. Me gustaba la manera en la que el frío tersaba mi piel mientras andaba por la acera del río antes de llegar a SunDays.

La cafetería se encontraba cruzando la calle San Denis, justo en frente del parque. Sus grandes cristaleras me permitían divagar en las historias de la gente que iba y venía de un lado para el otro.

-Un café con leche por favor, largo de café.

Después de otra noche pensando en cómo llegar a fin de mes necesitaba una buena dosis de cafeína. Con mi ordenador delante y ni una sola línea que escribir acerca de mi novela pasaban los minutos frente al Parque de la Rosa.

Un segundo, un cruce de miradas y un hombre esperando el autobús. Delante de mí se había plantado la sonrisa más bella del mundo. Tres minutos después llegaba su autobús. Para mi sorpresa, cuando el vehículo arrancó, su figura permanecía estancada frente a mí. En cuestión de segundos ambos compartíamos la taza de café y una conversación subida de tono.

Era medio día cuando me percaté de que en cuestión de horas debía llevar a mi perro Jano al hospital. Amablemente, Joe se ofreció para acompañarme, pasando antes por casa claro.

Durante el camino pude notar como las frías temperaturas no calmaban el calor corporal que poco a poco iba conquistando mi piel. Miles de emociones que parecía que hacía años se habían perdido entre un cabrón que me puso los cuernos y ese hombre que me abandonó para buscar un futuro mejor en Nueva York, emergían de lo más profundo de mi sexo.

Seguro que Joe sentía lo mismo. Lo notaba cada vez que se relamía los labios. Podía leer entre líneas que esa lengua quería estar en otro lugar y no era precisamente su boca. El tiempo corría en nuestra contra y ambos moríamos de deseo por tenernos el uno al otro. No hacía falta conocernos más. Nadie tenía que dar explicaciones de nuestra vida. Era simplemente una atracción sexual.

Los almacenes ShowPer se convirtieron en el lugar ideal para nuestro encuentro furtivo. Los baños públicos albergaban con normalidad relaciones sexuales entre gays pero aquel día los únicos invitados a la fiesta éramos Joe y yo.

Cerró la puerta de un portazo y empezó a comerme el cuello. Deseaba que me besara, que me lamiera los labios y me destrozara la lengua. Puro veneno que no me quiso dar hasta el final. Bajó de forma frenética más debajo de mi cabeza y sin quitarme la ropa interior conquisto el interior de mi ropa interior estrujándome las tetas y pellizcándome los pezones.

Mis bragas ya estaban mojadas desde que salimos del bar. Me daba bastante vergüenza que palpara el líquido de mi vulnerabilidad. Era débil ante semejante hombre. No podía permitir que me bajase las bragas por lo que de un tirón las arranques de mi cadera.

Con el culo totalmente al aire podía palpar el frío de los azulejos. Me encantaba la sensación después de las palmadas que me dio entre los dos carrillos de mi trasero, dejándome colorada la entrada de mi cueva. A pesar de que mis bragas estaban en el suelo, una gota de roció cayó de mi interior. Necesitaba ser penetrada por Joe en el interior de esos baños.

De cara a la pared y con las manos en la espalda, cogida por las suyas, me la metió tan fuerte que me di un coscorrón contra el muro. La segunda embestida no me pilló in fraganti y así seguimos durante un largo rato hasta que eyaculó en mi culo.

Era el momento de clamar al cielo por ese beso. Me dio la vuelta y justo cuando sus labios se acercaban a los míos sonó el claxon…

El coche de delante no permitía al autobús emprender el camino. Recé porque no fuera una fantasía pero, al esquivar el obstáculo, el hombre no estaba allí. Nunca existió Joe, ni su sonrisa eterna. Tampoco nuestro encuentro en los baños. Lo único cierto en esta historia era que llegaba tarde a mi cita con el veterinario y que mis braguitas, efectivamente, estaban igual de mojadas.

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