Despedida a la francesa

Sus ojos se clavaron en los míos. Dicen que hay miradas que matan. En este caso, la forma en la que su pupila enfocó mi rostro me hizo sentir alivio e incomodidad a la vez. Llevábamos tres meses sin vernos, justo los que cogía un avión destino a Paris para vivir la 'aventura' del Erasmus. Otra aventura la esperaba a orillas del Sena...

Alicia se marchó una tarde de viernes. Me prometió que nada cambiaría entre nosotros, que nadie se interpondría en nuestra historia de amor, que echaría de menos todos y cada uno de los momentos que pasábamos juntos en la cama. No fue así.

Nos fundimos en un abrazo cálido al cerrar la puerta de casa. Sin mediar palabra me quitó la camiseta de algodón blanca que llevaba puesta. Se fijó en mi pecho, más poblado y desinflado que hacía un trimestre. Acercó su boca hacía mi cuerpo y me empezó a besar entre el cariño y la culpabilidad.

Mis manos arropaban su pelo que se entrelazaba entre mis dedos y masajeaban unos pensamientos ocultos que harían su aparición después de llegar al orgasmo. Siguió bajando hasta llegar a mi ombligo. Acerque su mentón aún más hacia mi cuerpo y ella prosiguió en su andadura por mi abdomen desabrochándome los vaqueros.

Mi corazón se aceleró. No era exactamente lo que me esperaba. Después de que su última llamada desde el aeropuerto, aún en Paris, cuando me dijo que tenía que decirme algo importante. Ahora, con mi pene ya en su boca, no entendía muy bien si su mensaje sería bueno o malo, o simplemente quería hablarme a modo informativo de algo relevante en su vida. Aún así, yo no quería que parase. No sé muy bien si era por el placer de la felación o por mantener su boca ocupada en otra cosa.

Salí de ella y cogiéndola por los hombros reposé su culo sobre la mesa del comedor. Bajé el escote de su vestido del que bulleron unos pechos inflados por la excitación y me los comí como si llevase dos meses a dieta. Ella gemía, a veces incluso en francés. No me gustó ese momento.

Con el vestido destartalado bajé sus braguitas de seda y comencé a penetrarla. Sus muslos abrazaban mi cintura con fuerza y con cada una de las embestidas agarraba con más presión mi cuerpo dejando casi sin sentido mis piernas.

Exhaustos y casi sin fuerza volvimos a separarnos. Esta vez fue yo quien salió de ella. De pie junto a mí empezó a masturbarme mientras fogosamente, ahora sí, me besaba en el cuello. Llegué al orgasmo durante el tercer mordisco y manché sus muslos con la firma de mi deseo. Al terminar jugó con mi pene a extender por sus piernas la fuerza que se me había por el cuerpo.

Tres minutos más tarde salía de ducha, ya vestida y perfumada con aroma a Montparnasse, a croissant, a Francia. Me dijo que era una despedida, a la francesa. No entendía si el nombre lo puso por la felación que me había hecho o por que el motivo era un francés. Me equivocaba en ambos cosos. A la francesa era en femenino. Paris le abrió la vista, la mente y también las piernas. Se había enamorado de una mujer y poco a nada me dijo que podía hacer para evitar que se fuera. Me afirmó que se despidió de mí de esta manera para decir adiós al género masculino. Que le encantaba verme gozar pero que jamás había conseguido que ningún hombre le hiciera gozar a ella.

No la guardo rencor, sólo nostalgia. De lo que pudo ser y no fue y de lo que hoy queda sólo en un reencuentro fallido con una despedida a la francesa.

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