JOSÉ ÁNGEL GONZÁLEZ. PERIODISTA
OPINIÓN

Las crónicas del cronista: 'El satori imposible de Brian Wilson'

José Ángel González, escritor y periodista.
José Ángel González, escritor y periodista.
JORGE PARÍS
José Ángel González, escritor y periodista.

En una paradoja verosímil, el disco más bello de todo el pop es una confesión sobre lo efímero del amor, la impericia social, el tránsito entre juventud y madurez, la pérdida de la inocencia, las limitaciones personales y la falta de seguridad en uno mismo. Pet Sounds, de cuya primera edición, el 16 de mayo de 1966, se acaban de cumplir 50 años, fue compuesto y culminado por un muchacho manso de 23. Los catálogos atribuyen la obra a los Beach Boys, pero emanó de una sola persona: Brian Wilson, líder fundador y alma del grupo.

En uno de los más de setenta conciertos de la gira mundial para conmemorar el medio siglo del álbum, Wilson tocará el sábado en el Primavera Sound de Barcelona. El consumo de alguno de los productos que aparecen como socios estratégicos y patrocinadores del festival –cerveza, ron, vermú– llevaría a Wilson a los sótanos de la locura. Sedado por un cóctel psicoactivo de combinación que mantienen secreta los cuidadores del "Mozart de los años sesenta", el músico es un zombi atenazado. Tiene la mirada vacía, a veces no recuerda las letras, sufre blancos de conciencia. Es probable que durante el concierto no sepa dónde está ni qué está haciendo.

Hace quince años experimenté uno de los momentos de mi vida más próximos al satori, ese fogonazo que, según el zen, te lleva de forma clara a la convicción de que solo existe el presente, del que nacen el pasado y el futuro, creándose y disolviéndose en un instante tan preciso y simple como el sonido de una palmada. Sucedió en el arenal atlántico de Carnota, repasando las galeradas de mi libro Bendita locura (Editorial Milenio, Lleida, 2001), más de 500 páginas que narran la biografía de Wilson y su grupo. Los folios se empeñaban en escapar con el vendaval y llegué a considerar que lo natural era dejarlos ir. Mis palabras no merecen el derecho a la permanencia, pensé.

El carácter pragmático triunfó sobre el budista y, sujetando con piedras las hojas, acabé el trabajo que me había ocupado tres años. La obra se vendió con decencia, gané cierto estatus en círculos casi secretos, contribuí al nacimiento de mitos en la fragua de embustes de internet y alguna revista musical me adjudicó la vanagloria de juzgar que era el mejor libro sobre pop rock editado en España. Aún recibo notas de gratitud que casi nunca entiendo. Creí que el libro dolería a los demás tanto como a mí.

No asistiré al concierto de Barcelona. Estoy seguro de que las canciones tendrán la perfección de lo imitativo, pero no quiero atisbar al impávido Wilson sentado ante un piano acaso desenchufado y presidiendo una orquesta de diez músicos que lo retiene y sustituye por algo informe y mutilado. El ardor que me provocó desde la niñez –compré mi primer disco de los Beach Boys a los 9 años– es ahora pánico: temo ser como él, luchando contra la afasia emocional, la decrepitud del cuerpo y la oxidación imparable del neocórtex. Percibo a Brian Wilson como demasiado especular para soportar el reflejo.

Me siento incapaz de ver a mi ángel mellado como una marioneta cargada de química que recibe aplausos que no siempre nacen del cariño sino de un guion adaptado por otros. El producto Brian Is Back lleva décadas en el mercado y no pretendo dictar una norma ética: son ustedes libres de pagar la entrada para el espectáculo –incluso en esa vulgar modalidad del llamado 'paquete VIP', que por 500 euros concede acceso a saludar al artista–, pero yo no podría sacudirme la sensación de que estoy asistiendo a un linchamiento circular e inacabable, a un freak show.

Declarado inepto para manejarse y entregado a lo que establezcan sus tutores legales, Wilson sigue interpretando a otro Wilson. La enumeración de desgracias es casi integral: abusos físicos y psicológicos de un padre corrosivo, esclavismo de la discográfica Capitol, drogas, crisis nerviosas, desentendimiento familiar mientras los réditos del genio siguiesen entrando, proyectos musicales aberrantes, tratamientos-estafa de un chamán new age... En torno al candor de Wilson parecen haber danzado todos los vampiros y tejido redes todas las arañas.

Medio siglo después de Pet Sounds, una obra en la que fue capaz de dirigir a una orquesta sinfónica sin tener idea de solfeo, musitando los arreglos primorosos que salían ya construidos de su cabeza, a Brian Wilson, una divinidad para la música y un simplón para la vida, ni siquiera le consienten, a las puertas de los 74 años –los cumple el 20 de junio–, el satori de la vejez, del retiro, del abandonarse al viento.

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