JOSE ÁNGEL GONZÁLEZ. PERIODISTA
OPINIÓN

Hijos, ¿para qué?

José Ángel González, escritor y periodista.
José Ángel González, escritor y periodista.
JORGE PARÍS
José Ángel González, escritor y periodista.

Uno de los textos bíblicos más insólitos es el anónimo Eclesiastés, dictado tres siglos antes de la era común por alguien que se hace llamar Qohéleth, literalmente un vocero de la asamblea del pueblo. Cansado de las ideas dominantes, toma la palabra para exponer lo que podríamos considerar un código de conducta. El práctico texto exhorta a evitar la reproducción. “Vi el llanto de los oprimidos, sin tener quien los consuele; la violencia de los verdugos, sin tener quien los castigue. Felicité a los muertos (…) más que a los vivos. Más feliz aún que entrambos es aquel que aún no ha nacido, que no ha visto la iniquidad que se comete bajo el sol”, dice el libro.

La invitación al antinatalismo fue perfeccionada por los bogomilos de Tracia y los cátaros del sur catalán de Francia, que entendían la procreación como una intervención satánica para aprisionar la eternidad del alma en un cuerpo mortal. Los filósofos Arthur Schopenhauer y Peter Wessel Zapffe trajeron la idea al presente. El primero adujo que si no fuera acompañada de placer sexual, la procreación no existiría porque “tendríamos compasión por las siguientes generaciones”. El segundo redujo la idea a un aforismo: “Sed infértiles y dejad la Tierra en silencio tras vuestro paso”.

Tengo tres hijos a los cuales me unen el amor incondicional y la ternura. No puedo, por tanto, considerarme más que un renegado del natalismo y su arrogante desmesura. Lo soy. Como Zapffe creo en los humanos como paradojas biológicas que, por culpa de la cognición, son la única especie consciente de que el destino es la muerte. Ante la vida como tragedia de deseos y necesidades espirituales nunca satisfechos, dejar de procrear es la forma de poner fin al dolor y el desasosiego del paso por el mundo.

Los natalistas dicen que tener hijos es una libertad individual -sin duda lo es- y los antinatalistas formulan la obligación ética de no crear seres infelices, posibilidad más que factible dada la situación de ‘overshoot’ ecológico y social. La especie humana con el consumo per cápita actual sólo sería sostenible con una población mundial tres veces menor, dice el investigador español Manuel Casal Lodeiro. Habría que “sacrificar casi dos mil millones de seres humanos para que el resto pudiese seguir consumiendo”.

El antinatalismo está lejos de restar dignidad a la vida humana. Si lo hace el natalismo irresponsable cuando al niño se le otorga categoría de rey caprichoso en los países ricos -el 20% del mundo- y de pronto cadáver en los demás -80%, sólo de hambre mueren al día 20.000-. Decidir, como proponen el Movimiento por la Extinción Humana Voluntaria (EE UU) o el grupo Sin Hijos por Elección (Reino Unido), invitar a la libre no procreación y la extinción progresiva de la raza más perniciosa de la historia, es el final más ético para una sociedad que lleva más de un siglo promoviendo valores suicidas.

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