Lo cierto es que, pese a quien pese, si han llegado, deben de estar escondidos en las bodegas de sus barcos, poniéndose ciegos de marisco y orujo a nuestras espaldas. Y mientras toda la ciudad los espera con ansias de bienvenida, con las flores recién plantadas y los escaparates relucientes, ellos ni saludan.
Quizá estén reservando las fuerzas para esmerarse en la regata y, a lo mejor, el sábado salen de sus escondrijos todos en masa para hacerse al mar con viento fresco. Aunque seguro que alguno habrá que saque cinco minutillos para comerse unas ostras en A Pedra o comprarse un recuerdo. No hay que desesperar, porque habelos haylos. Lo difícil es saber dónde.
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