Óscar Gómez: El cubata de Oskítar

  • Óscar Gómez Gudiña. 24 años. Repartidor de una empresa de cafés y líder de una pandilla de amigos que han jurado no olvidarle.
  • "Me decía, viejo, jubílate, que ya trabajaste bastante", Felipe, su padre.
Óscar Gómez.
Óscar Gómez.
20minutos
Óscar Gómez.

Oskítar, presente.

Desde el primer día, la pandilla ha aplicado el cumplimiento del eslogan, asumiendo el difícil reto de conseguir que siga con ellos Óscar Gómez Gudiña (24 años), un muchacho que nunca pasaba desapercibido, un tipo tan lanzado y animoso que era difícil seguirle el ritmo. Llevan su decisión tan a rajatabla que siguen yendo a casa de los padres a diario, arropándolos para que no les resulte tan real la muerte del hijo.

–Ahora que los conozco entiendo por qué Óscar decía que eran los mejores amigos del mundo –, dice Felipe Gómez (55) mientras fuma otro Ducados.

“Oskítar champion. El más chulo”. Así se presentaron en el circuito de Jerez todos los colegas en el último Gran Premio de España: vestidos con camisetas con la estampa y el lema por el gran ausente. Óscar había sacado el carné de moto once días antes de que las bombas lo matasen y ya tenía apalabrada una buena máquina para comprar. Jerez iba a ser su primer gran destino como motero.

–Era un persona de su tiempo. Vivía intensamente y llevaba la risa en la boca. Le encantaba moverse de aquí para allá. Siempre me contestaba: “ya tendré tiempo de parar cuando sea mayor” –, dice la madre, Felisa Gudiña (55), que ha criado bien a cuatro hijos: Gema (29), Mónica (26), Óscar y David (17), cuyos retratos llenan el salón de la casa.

Óscar era veloz (su Saxo color oro de 16 válvulas era la envidia del barrio del Campo de la Paloma) y popular (“uno, que es gente de sociedad”, decía con absoluto deje vallecano cuando los padres le preguntaban de dónde salían tantas llamadas de móvil), pero con un fondo tan sencillo como para solucionar a lo caballero las pequeñas discordias con Felisa, pidiendo perdón, como debe ser, con un ramo de rosas.

Vivía un buen momento. En la empresa para la que trabajaba, la cafetera asturiana El Gallego, le habían anunciado un ascenso, de repartidor pasaría a comercial, para sólo unos días después de los atentados. Salía con una chica y había empezado a pensar en hipotecarse para comprar piso propio.

–Tenía agallas y no le afectaba el miedo. Lo suyo era la espontaneidad. Hace un año, sacó él solo de la cabina al chófer herido de un camión accidentado –dice Felipe, que lleva mal la muerte de su hijo. Necesita somníferos para dormir y ha pedido por segunda vez la baja laboral, porque no sabe qué mundo de vértigo se le ha posado en la cabeza.

Incluso en la mañana negra llamó la atención Óscar. No venía hacia Madrid, como casi todas las víctimas, sino que esperaba un tren que lo condujese, en dirección contraria, hasta Azuqueca de Henares, en Guadalajara, donde tiene la sede su empresa. Felisa lo acercó en coche hasta el apeadero del Pozo. Se besaron y él le dio dos palmadas en la cara a la madre. La pantalla de la estación anunciaba la llegada de un tren en un minuto.

–Venga, apura, que coges ése –dijo ella.

–No pasa nada, Gordi, no seas tonta. Si lo pierdo, espero al próximo –dijo él.

Hace unos días, la peña de Oskítar invitó a Felipe y Felisa a ver con ellos en un bar uno de los partidos del Real Madrid, el equipo por el que se desvivía el hijo, al que enterraron con una camiseta del club sobre el pecho. Al preguntarle al padre qué quería beber, Felipe respondió con otra pregunta:

–¿Qué bebía Oskítar? –Cubata –dijeron los colegas. Felipe, bebiendo entre chicos que podrían, por edad y brío, ser su hijo ausente, sintió que que también compartía el ron y la cola con Oskítar, presente.

Mostrar comentarios

Códigos Descuento