Ramos, el prodigio del clásico

Ramos celebra el gol en el clásico.
Ramos celebra el gol en el clásico.
EFE
Ramos celebra el gol en el clásico.

Si nos preguntamos qué hace que un hecho sea prodigioso tenemos que concluir que es la repetición. Cualquiera puede, en muy determinadas condiciones de humedad y temperatura, ser responsable de algo extraordinario. Cada cual tiene sus medallas. Si me preguntaran a mí les hablaría de un gol que marqué en edad escolar, no más de catorce años, durante la festividad del patrono del colegio. Gradas con gente, háganse una idea. Campo grande. Ambiente bullicioso.

Recuerdo perfectamente que el balón me llegó recién rebasado el mediocampo, escorado yo a la derecha, en la teórica posición del siete. Debía tratarse de un contragolpe porque no había contrarios alrededor, a excepción de un defensa rapidísimo que corría en mi busca y al que sentí resoplar a mi espalda. Acelerado por la emoción y temiendo la captura, acerté a levantar la cabeza y divisé a un compañero justo en el extremo contrario. Hacia allí chuté antes del fundido en negro. La siguiente imagen se descompone en tres partes. Por un lado estoy yo, desparramado por el suelo y sinceramente malherido. Por otro están mis compañeros, que me felicitan por un gol tan fabuloso, y en tercera instancia se encuentra mi agresor, que me exige que reconozca que el gol ha sido un churro.

De haber repetido el mismo gol en cada festividad del patrono es seguro que hubiera mejorado mi popularidad en el colegio a costa, eso sí, de fracturarme cadera, tibias y peronés. No debemos confundirnos, por tanto. Una cosa es lo extraordinario (mi humilde gol) y otra es lo prodigioso (los goles de Sergio Ramos en el último minuto).

A partir de esta primera consideración estamos en condiciones de entrar en materia. Hay quien concede poderes mágicos a la camiseta del Real Madrid. Personalmente creo que actúa como un servicio de documentación. Quien se la pone sabe, porque lo ha visto, que los de blanco salen airosos de situaciones extremas. Esa confianza hace mucho y la desconfianza de los rivales hace el resto. Fabricado el combustible, la cerilla acostumbra a ponerla Sergio Ramos. Así podría resumirse el clásico. El Barcelona pudo con el líder, pero cedió ante el mito.

Hay otro análisis, muy de moda, que consiste en desgranar los errores arbitrales y proyectar un sinfín de relatos paralelos según interese. Esta afición nos demuestra la vigencia del género de ciencia ficción, pero no conduce a ningún planeta. El partido que comenzó con un gol de Cristiano tras penalti a Lucas Vázquez no existe. Ni tampoco el que empató Messi, tras pena máxima de Carvajal. O ese en el que Mascherano fue expulsado por reiteración en la perversidad. Volver a ello es inútil. Solo Superman conseguía hacer girar la tierra en sentido contrario y hasta él terminaba verdaderamente agotado.

Hay otra evidencia igual de cruda: los futbolistas tienen brazos. Y no es posible que se los recojan en un moño. Es verdad: conocemos defensas sobrios que, cuando tienen tiempo de pensar, se los esconden en la espalda, pero la mayor parte de las veces este deporte permite escasas reflexiones. Defender la penalización de cualquier contacto con las extremidades superiores, tal y como proponen los defensores del fútbol para avestruces, es una aberración que se aleja dramáticamente de la regla que mejor se entendía: solo se pita mano cuando el brazo va al balón y no cuando el balón va al brazo.

Las horas previas al clásico estuvieron marcadas por el presunto delito fiscal de Cristiano Ronaldo. Como en el caso de Messi, y sin eximir de responsabilidad a los futbolistas, cuesta creer que ellos tengan participación activa en tramas delictivas tan complejas. Su pecado, y tendrá penitencia, es no dedicar a sus asesores fiscales la misma atención que prestan a sus peluqueros o tatuadores.

Quienes suspiraban por un empate en el Camp Nou no supieron aprovecharlo. El Sevilla perdió en Granada y sigue dando síntomas de vértigo; recuerden, por si van de excursión, que antes de la cima del Everest se encontrarán con el escalón Hillary. El Atlético, entretanto, empató contra el Espanyol en mitad de un debate filosófico que discute sobre la belleza de los hombres y de los osos. Por cierto, Griezmann acumula dos meses sin marcar en Liga y Diego Costa fue decisivo (gol incluido) en la victoria del Chelsea en campo del City.

Hay otro factor que podría distraer a los perseguidores. Se trata de un cálculo inconsciente que elabora el cerebro, sección asuntos internos, sin pedir permiso a nadie: faltan 24 jornadas para el final de la Liga y solo seis partidos para la final de la Champions.

Ahora podríamos discutir cuál de los dos torneos es el salvavidas y cuál es trasatlántico. Dónde está el prodigio y dónde lo extraordinario. Pero no queda ni espacio ni tiempo. El defensa aprieta y lo que toca ya lo conocen: fundido en negro.

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